'Torobaka', el ritmo primigenio de Israel Galván y Akram Khan
El bailaor sevillano interpreta este fin de semana en los Teatros del Canal de Madrid un dúo con el bailarín de origen bengalí
Dicen que todos los dichos populares tienen mucho de verdad, y lo cierto es que eso de que "Dios los cría y ellos se juntan" se está verificando ampliamente en el mundo de la danza. Tal vez sea porque casi todos los festivales tratan de unir talentos en sus programaciones, como hizo el de Avignon con su ciclo pionero Le vif du sujet, que ha dado magníficos frutos uniendo artistas de distintas procedencias; o a lo mejor es que los nuevos artistas son también nuevas personas, hartas de falsedades y dispuestas a abandonar la lógica de la competencia -o sea, la de la guerra, en la que sólo uno resulta vencedor- para asumir la lógica de la colaboración para que de la maestría de uno y de otro no surja una simple mixtificación o una jerarquía de lenguajes, sino algo mucho más enriquecedor.
Hace tiempo que el flamenco empezó a abrir nuevos diálogos. Amén de los intercambios realizados por jóvenes bailaoras como Olga Pericet o Rocío Molina con artistas de otros campos, muchos aplauden espectáculos como Dunas, que reunió en escena a la bailaora María Pagés con el bailarín y coreógrafo belga Sidi Larbi Cherkaoui, o Golgota, con Andrés Marín y el creador francés Bartabas, aún no visto en España. Con estos antecedentes, a nadie puede extrañar que dos maestros a la hora de reinterpretar la tradición, Israel Galván y Akram Kan, hayan querido aprender el uno del otro la manera de deconstruir el lenguaje heredado para buscar el propio y, yendo hacia atrás, encontrar un origen común. Ni que lo hayan hecho partiendo de Toro-vaca, un poema fonético de inspiración maorí firmado por Tristan Tzara.
Torobaka (los dos animales sagrados de sus culturas) surgió -según cuentan- tras "miles de horas juntos", con sus respectivos ritmos, el flamenco y la danza india kathak, primero en Barcelona y luego en la ciudad de Grenoble, donde lo estrenaron en el MC2 el pasado día 2 de junio, ya que Khan es artista asociado de dicha Maison de la Culture de la ciudad francesa, al igual que del londinense Sadler's Wells, mientras que Galván lo es -que se sonrojen los teatros andaluces- del Théatre de la Ville de París y del Mercat de les Flors de Barcelona. El espectáculo, que se estrena este fin de semana en España en los Teatros del Canal, donde se verá desde mañana hasta el domingo, visitará este año Roma y París antes de llegar al Teatro Central de Sevilla a comienzos de 2015.
En cuanto a sus protagonistas, de Israel Galván (Sevilla, 1973) se puede añadir poco en la patria del flamenco. Tal vez recordar que, a base de esfuerzo, talento y una honestidad incuestionable, este peculiar bailaor, entre otras cosas Premio Nacional de Danza 2005 en el apartado de Creación, ha llevado a cabo numerosas conquistas, para sí mismo y para el flamenco. Trabajo a trabajo, desde La metamorfosis hasta Lo real, pasando por La curva, La edad de oro o Tábula rasa, Galván se ha ido ganando, por una parte, el respeto de esos flamencos tradicionales que lo atacaron sin piedad en sus comienzos -como se suele atacar en estos lares todo lo que no se comprende- y, por otro, la admiración del mundo de la danza en general, llamando la atención de bailarines de otros estilos, coreógrafos, programadores y teóricos, que no dejan de solicitar su presencia en diferentes ámbitos del panorama internacional, abriendo con ello una puerta enorme para este arte único nacido en Andalucía.
El londinense de origen bengalí Akram Kan (nacido en 1974), sin embargo, es bastante desconocido para los flamencos, aunque su nombre se encuentra hoy entre los más cotizados y activos del mundo de la danza contemporánea. Bien lo saben los aficionados andaluces, que no sólo han tenido oportunidad de verlo bailar sino que además han podido admirar coreografías suyas tan impresionantes como Vertical Road o, más recientemente, iTIMOi, a su paso por el Central.
Ambos son virtuosos de sus respectivas artes, pero está muy claro que ninguno de ellos ha buscado la fusión o la mixtura; tampoco asumir la cultura del otro. Se podría decir que cada uno intenta respirar la tradición del otro, porque el aliento, en toda la amplitud de su acepción, es lo que precede y lo que mantiene en vida al arte en cualquiera de sus expresiones. En algunas danzas indias, el fragmento más hermoso se baila para los dioses, detrás del telón. Del mismo modo, en Torobaka, el espectador no sabrá nunca todo lo que ha quedado detrás de un trabajo en el que, como dice Galván, "ambos nos hemos convertido en monjes, dos hombres santos en el retirado monasterio de la danza".
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