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A cien años del nacimiento (este martes 17) de Julián Marías, parecen haberse apropiado los hijos y los nietos de aquellos que, al término de la Guerra Civil, lo encarcelaron durante unos meses; de los que durante los doce primeros y durísimos años de nuestra posguerra le prohibieron escribir en periódicos; de los que lo alejaron de la docencia en su sede más institucional, la universidad. Parece como si su profundo pero muy personal y liberal catolicismo (decía que no haber cursado Religión en el colegio seguramente fortaleció su fe) lo alineara sólo con los herederos de los apostólico-romanos contra los que se batió el cobre para defender a su maestro Ortega en tiempos de furibundo nacionalcatolicismo, o con los que juraron fidelidad a aquellos principios fundamentales del Movimiento que nunca quiso aceptar, como sí debieron todos los funcionarios de entonces (hasta los jóvenes fiscales hoy devenidos en provectos, y electos, eurodiputados izquierdistas). Nadie parece recordar que ese viejo filósofo que escribía en el Abc finisecular se negó a salir en la TVE única del último franquismo mientras aquel régimen perdurase, ni que jamás se adhirió a ningún acto o convocatoria de aquella España oficial.
A cien años de su nacimiento, los hijos de los revoltosos de febrero de 1956 (hijos a su vez, por cierto, de quienes ganaron la Guerra Civil), los presuntos adversarios ideológicos de los herederos citados más arriba, no sólo han posibilitado esta apropiación de Marías sino que, cuando se da la ocasión, lo ningunean o menosprecian. De dos maneras. La primera, presentándolo como un mero exégeta de Ortega, un escritor sin filosofía propia que se limitó a divulgar el pensamiento de su maestro, a ser su "jardinero fiel", como alguien lo calificara en la hora de su muerte en diciembre de 2005. La segunda, no reconociendo que fue su mayor discípulo y quien, partiendo de él, llevó su filosofía más allá (porque María Zambrano, gran escritora, filosóficamente no lo trascendió). Aún en vida algunos ni lo citaban entre sus discípulos y otros lo difuminan incluyéndolo, como a uno más, en la habitual nómina de orteguianos, como en una reciente biografía de Ortega (cuyo autor, por cierto, ve mucho "resentimiento" en los años finales de éste, como ya viera en el propio Marías al reseñar la última reedición de sus memorias, Una vida presente. Aunque lo parezca, este biógrafo no siempre ve resentimiento, baste leer la muy elogiosa reseña que hizo de una novela de Jorge Javier Vázquez; sí, han leído bien: el presentador de Telecinco).
Julián Marías fue un filósofo, un escritor poco oficial. Tan sólo en los primeros años de la Transición pareció coincidir con la España oficial. Pero no porque él se arrimara sino porque entonces la España real por unos años sí fue de la mano de la oficial. Y Marías fue siempre un hombre fiel a la realidad, para cuya comprensión elaboró toda una filosofía. Partiendo de Ortega, pero no quedándose en él (es más, supo sintetizar el pensamiento orteguiano, cuyo núcleo central intenta responder a la pregunta "¿quién soy yo?", con la preocupación tan unamuniana por la extraña e incomprensible muerte, "¿qué va a ser de mí?"). Esa falta de oficialidad lo hizo menos presente (apenas recibió un premio oficial, el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades... ¡y compartido!) y aún lo hace en nuestros días: casi ningún canon literario ni filosófico lo recuerda. Pero a poco que se lea, su capacidad de iluminación de la realidad causa admiración, sorprende. Quien hojee los cinco tomos de su serie La España real verá la pasmosa clarividencia con la que hace más de 30 años señaló los peligros que tratar de contentar a unos nacionalistas que nunca se iban a contentar conllevaría. O cómo reveló los males que traería la Historia-ficción que por entonces empezó a pergeñarse y, lo peor, a enseñarse en las escuelas. Quien lea sus libros verá que pocos escritores mostraron tan pronto un respeto y un intento de comprensión (no siempre atinado, todo sea dicho) de la condición femenina. O su pormenorizado análisis de lo que denominó la "estructura empírica" de la vida humana (la famosa circunstancia de Ortega).
Ahí, en sus más de 70 libros, en sus miles de artículos, es donde está el Julián Marías real. Y al leer o releer su obra se comprende que unos quieren apropiárselo y otros menospreciarlo. En el fondo ambas actitudes son caras de una misma moneda: la de su desactivación, su arrumbamiento. Porque su lectura es tan iluminadora, ayuda a entender tan bien la realidad, que quienes no quieren comprenderla o sólo buscan escamotearla o suplantarla, quedan al descubierto.
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