Espíritus del bosque
La publicación de 'La cámara sangrienta' recupera a Angela Carter, una autora refinada y sutil que reinterpretó con inteligencia la literatura fantástica.
La cámara sangrienta. Angela Carter. Sexto Piso. Madrid, 2014. 180 páginas. 23 euros.
Obviamente, para disfrutar de La cámara sangrienta de Angela Carter, no es necesario haber leído a Bettelheim, a Propp o Carl Gustav Jung. Sin embargo, es en la obra de estos autores (y de algunos otros que ahora diremos) donde se halla buena parte de la arboladura intelectual que da sustento a estos relatos. En el caso de Bruno Bettelheim y su Psicoanálisis de los cuentos de hadas, se trata de la indagación psicoanalítica del floklore; en Vladimir Propp y su Morfología del cuento, de un análisis estructural de dicho género; en cuanto a Jung y El hombre y sus símbolos, nos hallamos ante el sustrato mítico que subyace a tales asuntos. En todos ellos se ha producido una articulación científica de la literatura popular. Y es este carácter estructural, reglamentado, inteligible, el que permite a Angela Carter jugar con los diversos significados, con los diferentes planos, que este análisis hizo posible; un análisis, en cualquier caso, muy visible ya desde la primera mitad del XIX, cuando los hermanos Grimm se imponen la colosal tarea de acopiar y datar la literatura infantil centroeuropea.
No es casual, por otra parte, que La cámara sangrienta haga su aparición a finales de los 70 del siglo pasado. En esa encrucijada del XX la crítica y la filosofía sometieron a escrutinio, un escrutinio tan tenso como minucioso, a este tipo de literatura, cuyo trasfondo parecía revelar, junto a los invariables arcaismos de la especie, cierta concepción del mundo (la burguesía, la familia, las estructuras de poder, etcétera), entonces en crisis. Sea como fuere, el talento de la Carter no reside en la lectura moderna, intelectualizada, de estos viejos cuentos surgidos de una bruma secular y anónima; sino en una sólida capacidad literaria, que le permite visitar de nuevo un género ancilar, incluyendo cuanto los últimos siglos habían meditado sobre tal herencia. Curiosamente, el cuento menos logrado de los que aquí se incluyen es aquél mismo que da título al volumen. En La cámara sangrienta, Carter acomete una versión, más sexuada y en relieve, del Barba Azul de Perrault, recientemente versionado por Amélie Nothomb, y del que dimos noticia en estas páginas. Como recordará el lector, Barba Azul es la figuración atenuada de aquel extraordinario asesino, el mariscal Gilles de Rais, lugarteniente de Juana de Arco, y que Huysmans novelaría en su extraordinario Allá lejos. Carter, en su versión, lo presenta como un noble bretón, de naturaleza perversa y distinguida, en el filo del XIX al XX. La falla de Carter, no obstante, es su insistencia en el mensaje. Digamos que Carter incide, de modo obvio, en lo que el lector ya sabe o ya sospecha. Lo cual, si bien diluye el final, no oculta a una escritora refinada y sutil, de clara inteligencia, que ha leído con gran provecho la literatura fantástica del XIX (las ilustraciones de Alejandra Acosta van en ese sentido). Sus referencias a las narraciones vampíricas de Stevenson, Le Fanu, Maupassant, Stoker, así como a la Condesa Sangrienta, Erzsébeth Báthory, lo demuestran sin duda. También la alusión velada, y en cualquier caso muy distante, a alguno de los grandes erotómanos de la literatura europea: Sade, Balthus, Bataille, el Pierre Louÿs de La mujer y el pelele.
Aun así, es su interpretación, su lectura de cuentos como El gato con botas o las diversas versiones de Caperucita, en las que la licantropía se cruza con la iniquidad humana, lo que quizá resulte más sorprendente al lector actual. En El gato con botas, es fácil adivinar la sombra de Chaucer, de Bocaccio, del Aretino; en La dama de la casa del amor y La niña de nieve, hay un remoto pupilaje de Sacher-Masoch; en El cortejo del señor León y La novia del tigre, es la lectura atenta de Freud -su concepción oblicua, abrasiva, omnipresente, de la sexualidad- lo que se transparace. En El rey de los trasgos, se da la colusión de un incesto con la tradición pagana de lo maravilloso. En El hombre lobo, sin embargo, es el cánido quien se se aparece como víctima de la protagonista impúber. El más misterioso de todos ellos es La niña de nieve. El más obvio, quizá, La cámara sangrienta. Lo más perdurable, en cualquier caso, es la ductilidad del folklore, tomado aquí con sabia irreverencia y con notable eficacia.
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