Tres creadores ante el escaparate
El dramaturgo Germán Jiménez reúne a Rodin, Claudel y Rilke en 'Las puertas del infierno', obra ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz. El libro se presenta el próximo día 20.
El dramaturgo Germán Jiménez (Brácana, Granada, 1959) empezó a documentarse para escribir una obra sobre Camille Claudel y Auguste Rodin, atraído por esa relación "casi de esclavitud" entre ambos, extrañado por cómo una mujer dotada también de genio vivió eclipsada y sometida por su maestro. Sin embargo, en las lecturas sobre ambos personajes apareció un invitado al que Jiménez no pudo resistirse: el poeta Rainer Maria Rilke, que en 1902 visitó a Rodin con el propósito de escribir un ensayo sobre su obra, y tres años después trabajó como secretario para el escultor. De esa aparición inesperada, de la fascinación que ejercían sobre él unas cartas "algo serviles" donde estaban "las preguntas que se hacen los creadores ante un artista consagrado", surgió Las puertas del infierno, la obra con la que este granadino afincado en Sevilla ganó en México el Certamen Sor Juana Inés de la Cruz de Dramaturgia. "El enfoque cambió", explica el autor sobre su pieza, "y se centró en la relación entre artistas, incluida Camille. Ya no giraba únicamente sobre el machismo, perdió el origen".
El texto, publicado por el Fondo Editorial del Estado de México y que se presentará el próximo día 20 en el Centro de Documentación de las Artes Escénicas de Andalucía, toma como marco la tortuosa elaboración de Las puertas del infierno, el ambicioso complejo escultórico que le encargaron a Rodin para el futuro Museo de Artes Decorativas de París, para reflexionar sobre la integridad del creador o los exorcismos del arte. "Sólo los ricos se pueden pagar la pureza", sentencia Rodin a un joven Rilke que, para el sexagenario, "pretende mantenerse apartado del sucio dinero y del sucio sexo porque no carece de nada". El veterano no oculta los impulsos que le guían: esculpe "para ganar dinero", y busca, dice, la fama porque esta le permite "vender más y mejor". Ser puro, sostiene Jiménez en persona, "es imposible, incluso para la gente menos inteligente o más simple. Cuando hemos sido más jóvenes, todos hemos ido de puros, con una idea muy absoluta. Es algo que le ocurre a Rilke, que quiere valerse por sí mismo, pero que irá descubriendo que alguien por sí solo no es nadie".
Rilke, al principio de la obra, aún maneja teorías un tanto ingenuas: expresa en la obra su "vergüenza" por una madre que no sólo lo bautizó como Renacido -René- "a causa de la muerte prematura de su hijita", que lo vestía "con sus propios vestiditos de niña para recordar a su hija muerta"; el poeta piensa que con el simple hecho de cambiarse el nombre "el hombre puede cambiar su destino". A pesar de describirlo aún en su inmadurez, Jiménez siente "veneración" por el escritor y la hondura de su obra. "Me encantaría saber alemán para saber realmente lo que dice, leo sus traducciones. Pero lo adoro porque es un hombre de una profundidad asombrosa; también muy sencillo, no se pierde en barroquismos. Todos los artistas empiezan siendo complejos, piensan que así van a llamar la atención, pero si saben pulirse y siguen viviendo acaban tendiendo a la simplicidad", valora este licenciado en Filología Clásica que ejerce como profesor de Latín.
Frente a ese Rilke en busca de respuestas se encuentra un Rodin de personalidad arrolladora, egoísta y tremendamente cruel con los demás, que tampoco parece clemente con su figura, "como si se aborreciera a sí mismo más que a nadie", comentan de él en algún pasaje. "He querido retratarlo", resume Jiménez, "como un hombre duro, un hombre fuerte, pero infinitamente cobarde. La gente que es capaz de insultar a otra persona en público, de decir tonterías por manifestarse de manera distinta a los demás, tiene mucho miedo a perder su estatus. Un artista se tiene que vender constantemente, tiene que estar siempre en el escaparate".
Tanto Rilke como Rodin saben que el arte "es el fruto de una fuga", pero también "un vómito al que hay que dar una forma". Una convicción que defiende el propio dramaturgo, que también apunta en su texto que la verdad del creador está necesariamente reñida con la idea de lo perfecto, con las convenciones aprendidas. "Lo perfecto, para empezar, no existe, cada sociedad tiene un modelo distinto. Cuando la obra de arte es verdaderamente un vómito, que sale de las entrañas de una persona, es auténtica. Lo social pasa, pero lo humano queda", asegura.
Jiménez cree que Camille Claudel, que se pasó los últimos treinta años de su vida encerrada en un sanatorio, "no estuvo loca. No hay locos, hay gente que se distancia más o menos del punto de normalidad en el que todos vivimos, que impone la sociedad. El miedo fundamental de Camille era que se muriera su padre, porque sabía que entonces su madre y su hermano la iban a meter en un psiquiátrico. Una chica de más o menos buena sociedad, que va por las noches a buscar barro, que se lía con un viejo artista... fue vista como una loca y apartada", argumenta el autor. Y Rodin "se aprovecha de esa coyuntura. Él no quería que le hiciera sombra. Los médicos dicen que tiene una manía persecutoria con él, pero él la hizo abortar dos veces, seguramente se atribuyó parte de su trabajo, es posible que esa manía estuviese justificada". Camille representa a todas las mujeres con talento cuya estela fue borrada. "¿Por qué no conocemos a las grandes artistas? Seguramente porque los hombres se aprovecharon de su arte, y porque hubo una inquisición contra esas mujeres, una inquisición de la que hoy aún se puede hablar".
El dramaturgo, ganador entre otros galardones del Premio Fray Luis de León o el José Martín Recuerda, utiliza un recurso para hablar de dos mujeres complementarias, "una mujer frente a los hombres": al final de una escena se encuentra a Camille en una posición; en la escena siguiente, en situación idéntica, Rosa Beuret, una costurera con la que acabaría casándose Rodin. "En algún momento llega a haber un enfrentamiento entre ellas, pero yo lo veo un enfrentamiento interno entre lo que representa cada una".
El proyecto de las esculturas de La puerta del infierno acabaría cancelándose. "Todo el dinero se va de golpe para Eiffel... y la puerta del infierno acaba respondiendo a su nombre, es algo a lo que Rodin no le ve la salida". En ese angustioso proceso, participaría Claudel. "El beso estaba pensado para las puertas. Yo creo que intervino mucho Camille. La segunda vez que él abordó la obra quitó ese fragmento, y creo que se debió a eso".
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