Tiempo, materia, pintura

Lalo de la Paz retrata en Félix Gómez paisajes que han quedado al margen del progreso con una técnica que da protagonismo a la materia y el pigmento

Tiempo, materia, pintura
Tiempo, materia, pintura
J. Bosco Díaz-Urmeneta Sevilla

07 de abril 2014 - 05:00

Al ver los trabajos de Lalo de la Paz (Sevilla, 1966) se piensa de inmediato que la pintura es materia y el pintor un paseante o mejor, utilizando un antiguo término, ya consagrado, un flâneur.

La palabra, se sabe, la empleó Baudelaire para diferenciar al artista moderno de los autores académicos (y a la vez comerciales). Aislados éstos en sus estudios, bien diferentes del agitado atelier de Courbet, intentaban unir fidelidad a la tradición y conformidad al gusto vigente. Nacía así un extraño híbrido, hijo de dos instituciones diversas en edad, la academia y el mercado. Ni siquiera la técnica, casi siempre depurada, de tales pintores lograba poner a salvo a un hijo de tan diversas madres.

El flâneur elegía por su parte la calle, el cambiante panorama de la ciudad en el que conviven los tipos más diversos (Apollinaire prefería las zonas de la ciudad limítrofes con las industrias) y donde todo parece estar tocado por el tiempo (elogio de Baudelaire a los andamios) y ha perdido por consiguiente cualquier aura de eternidad. El flâneur pasea, divaga, pueden incluso tacharlo de vago: carece de horarios, no tiene la prisa del hombre de negocios y evita la presión que la exigencia de la producción carga sobre el obrero. Justamente por eso logra ver lo que otros no ven, no saben ver o no tienen tiempo de ver. Mientras las premuras del beneficio transfieren el ritmo del trabajo aun a la comida (Chaplin lo dijo en Tiempos modernos), Proust logra recuperar su pasado saboreando una magdalena.

Este tiempo, calmo pero intenso, del paseante es el que se advierte en las obras de Lalo de la Paz. Paisajes donde reverbera un resto de crepúsculo, chimeneas de algún establecimiento industrial hoy tal vez abandonado, reflejos en el agua de un voluminoso edificio junto al de una casa que parece perdida, fragmentos urbanos donde las edificaciones parecen haber crecido por impulsos, sin orden. Todo lo que, estando ahí y formando parte de nuestro día a día, parece quedar sin embargo al margen de la retórica del progreso es lo que despierta la mirada de De la Paz y alimenta su poética.

Pero ¿cómo lleva el autor estas imágenes, rescatadas del torbellino del acontecer, al lienzo o al papel? Es éste el aspecto más interesante y hasta cierto punto audaz de la obra de Lalo de la Paz. El autor no describe, tampoco pretende narrar o crear una suerte de halo que idealice la figura. Más bien las construye mostrando la calidad material de pigmento y soporte, y dejando a la vista el gesto de la mano que trabajó ambos. En ocasiones tiñe, otras veces subraya la consistencia de la pasta o la fuerza del trazo que la raya, y no oculta ni disimula el proceso de trabajo.

La pintura tradicional consideró generalmente valioso ocultar el proceso de elaboración del cuadro. Intentaba así mostrar la índole ilusionista de la pintura (recuérdese el legendario certamen entre Zeuxis y Parrasio) o bien subrayar que el arte logra transfigurar la materia y se apoya en ella sólo para elevarse a grandes sentimientos o ideas. Pero poco a poco, la pintura como tal fue adquiriendo su propio protagonismo. Así ocurría ya entre los venecianos, que llegaban a liberar el color de las restricciones que imponía el dibujo, y en la obra de Velázquez, en la que el atractivo de la figura es inseparable del que genera la manera de poner la pintura. El arte moderno, más que acelerar o profundizar este proceso, cambia su planteamiento. Courbet no disimula la mancha y los impresionistas renuncian a la veladura y dejan a la vista las pequeñas pinceladas sucesivas con que organizan el cuadro. Más aún, Monet en sus Ninfeas, convierte flores u hojas en grafismos de vivo color dejando que el espectador lea la imagen, esto es, la reconstruya con el doble placer de ver la flor y la pintura.

Algo parecido ocurre en estas obras de Lalo de la Paz. Pinceladas, trazos o pigmentos, sea cual sea la manera en que se haga, no pretenden imitar sino construir. No buscan hacer una réplica, sino construir algo, en lo que la mirada y la sensibilidad del espectador encuentren el atractivo del objeto o el paisaje. Así, la percepción pierde pasividad y automatismo, y se convierte en ejercicio de la imaginación y la memoria: una suave mancha oscura en el horizonte o sobre las aguas es a la vez ligero campo gris y posible tormenta, hecha presente más que descrita. Hay aún algo más: la pintura escapa del monopolio tutelador de la mirada y se dirige al cuerpo: interpela al tacto, despierta el sentido del gesto y hace pensar en las posibilidades que encierra la materia. Solemos ignorarlas: antes por los prejuicios de los espiritualismos; ahora porque en vez de convivir con los objetos nos limitamos a manejarlos y consumirlos.

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