La herencia de Pigmalión

Genios como Miguel Ángel, Balzac, Goethe, Lucrecio o Shakespeare aparecen en un ensayo sobre arte que Rafael Argullol dedica "al sacrificio y la celebración de la belleza".

El ensayista, narrador y poeta Rafael Argullol (Barcelona, 1949).
El ensayista, narrador y poeta Rafael Argullol (Barcelona, 1949).
Manuel Gregorio González

27 de octubre 2013 - 05:00

Maldita perfección. Rafael Argullol. Acantilado. Barcelona, 2013. 240 páginas. 24 euros.

Fueron los dioses quienes sanaron la melancolía y la fiebre de Pigmalión, trayéndole quizá una enfermedad más vasta. Una enfermedad que no era hija del ideal, de la apertura insalvable entre la realidad y su réplica; sino un mal de otro orden, que pudiéramos definir como el vértigo de lo mostrenco. Si Pigmalión soñó la vida pimpante y el latido cordial de las estatuas, no es menos cierto que su consecución (la estatua ganada para la existencia, desplegada en el tiempo), tal vez lo llenara de una nueva nostalgia: aquélla que deriva del ideal y que Baudelaire resumirá, siguiendo a Poe, en expresión memorable: "Anywhere out of the world", en cualquier lugar fuera del mundo. Esta suerte de vacilación, tan propia del arte, es la que Argullol analiza en las presentes páginas con la inteligencia y probidad que acostumbra. Una vacilación, por otra parte, que si bien es inseparable del proceso artístico desde el albor del tiempo, tiene su expresión más acabada a partir del XVI, cuando el artista se plantea como un émulo de Dios, y en consecuencia, no como un mero artesano gremial, diestro en alguna de las artes mecánicas, sino como el artífice de una creación, sólo superada por la que glosa el Génesis.

Esa nueva condición, tan nueva como estupefaciente, es la que Da Vinci formula en su Tratado de la pintura, ponderando dicho arte sobre cualquier otro. Un siglo más tarde, en el alcázar de los Austrias, Velázquez se pintará con la cruz de Santiago sobre el pecho, vindicando de algún modo su condición de aristócrata, a un tiempo mayor y más frágil, que aquél nacido meramente de la sangre. Maldita perfección hace referencia, pues, a esta sima irresuelta que se abre ante el creador, y que señala expresamente la brecha entre la idea y su ejecución. O dicho de otro modo, entre la representación y lo representado. No importa tanto, en este sentido, si lo que quiere representarse es el hombre, la Naturaleza, o la boscosa geografía del inconsciente. No importan tanto, para el tema abordado en esta colección de ensayos, los materiales de los que se sirve el artista, y sí esta orfandad basculante, deudora de Pigmalión y Prometeo, en la que el arte se moverá desde la hora inaugural de Mantegna y su Cristo yacente, cuando una corpulenta iconografía cristiana se adelgace hasta precipitarse y cristalizar en el cadáver desnudo, humanísimo y conmovedor de un dios joven.

Como es obvio, esta soledad del creador no es privativa del artista moderno. Las excelentes páginas dedicadas al De rerum natura de Lucrecio muestran ya este empeño hercúleo del hombre por hermanar su primacía intelectual, capaz de ordenar y elucidar el cosmos, con su menesterosa condición de primate. Sin embargo, es en el ensayo dedicado a La soledad después de Shakespeare, donde se exponen los motivos que han hecho del ser humano en general, y del artista en particular, una criatura impar cuya frontera con el Otro, con lo diverso, con lo inanimado, es él mismo. Esta será la diferencia crucial que distinga, a partir del XVI, la viva realidad de Lucrecio, animada por el espíritu del mundo, del universo mesurable y frío, hijo de la observación y de las ciencias, que inauguran la inductividad de Bacon, el cálculo astronómico de Copérnico, las navegaciones de Colón y la minuciosa técnica de la perspectiva de Leon Battista Alberti. Con lo cual, si bien es cierto que el Renacimiento de Durero, Montaigne y Miguel Ángel es una toma de posesión del orbe, también lo es que el orbe, antaño clausurado y finito, se mostrará ante el ser humano como un cuerpo desmesurado e inasible. Dicha desmesura del Universo, junto con la soledad sobrevenida del artista, serán las que propicien, en última instancia, el movimiento romántico. Antes, sin embargo, la preceptiva clásica de Wincklemann, o la fría estatuaria de Thorvaldsen, tratarán de encapsular, sometiéndola a norma, una realidad que ya se ofrece (el aquelarre de Goethe, la trompetería de Wagner, la escritura oracular y fragmentaria en Nietzsche) como enigmática y vertiginosa.

El hecho crucial, no obstante, permanece invariable: según Argullol, el artista, dueño de una soledad abisal e irreversible, habrá de moverse entre la abominación y el éxtasis, "entre las formas que van hacia la sierpre/ y las formas que buscan el cristal" (Lorca), en su intento, quizá infructuoso, de fijar la esquiva pulsación del mundo. El subtítulo del volumen así lo indica: Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza. Una belleza especular y onírica en Chirico, fracturada en Picasso, brutal en Goya -la belleza moderna-, que emerge sin embargo de un radical vacío.

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