Alimento de ideas
Predrag Matvejevic firma un apasionante ensayo, épico e híbrido, íntimo y de propósitos poéticos, sobre la historia del pan a través de los tiempos.
Nuestro pan de cada día. Predrag Matvejevic. Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelejevic. Acantilado. Barcelona, 2013. 208 páginas. 20 euros.
Mientras se va leyendo este extraño y en cierta medida épico ensayo, a uno le asaltan dudas, sobre todo por la estructura musical del mismo, por la manera en la que asoman las frases, a veces como caídas desde las alturas, otras como naciendo desde muy abajo, subterráneas. Las elipsis, los tajos, el peso del silencio entre las frases -a veces muy sucintas, puras descripciones- y entre los párrafos hacen pensar en los umbrales de las palabras y en la tentación de lo fragmentario, en definitiva en aquellas ideas blanchotianas alrededor de la escritura del desastre. Hay que esperar a la coda, al breve capítulo Motivos, epílogo, para poder nombrar retrospectivamente esta estética, ya entonces alzada por una dimensión ética: la infancia hambrienta del niño Predrag durante la Segunda Guerra Mundial, el padre esquelético regresando del campo de trabajos forzados, el relato, pregnante como un mito de refundación, sobre aquel pastor protestante alemán que, a la manera de Abraham, lo invitó a pasar a su casa junto a varios prisioneros tras una jornada de tala de árboles. El aseo, la rebanada de pan y la copa de vino; en la Nochebuena cristiana, el padre tocó al piano, con dedos congelados, parte de una antigua liturgia rusa. "Desde aquel momento -escribe su hijo- nunca más volvió a identificar a los que lo habían encarcelado con el pueblo al que pertenecían". Luego la historia del hermano del padre, el tío Vladimir, muerto en el otro abismo, el gulag estalinista, con el alarido en la boca, pidiendo pan. El abuelo, también encarcelado, sobreviviría al encierro para morir poco después; la abuela, enajenada por las desgracias, se olvidaba la vida en el banco de un parque. Las heridas personales y familiares se ampliaron más tarde con la lectura de las de otros, Kropotkin, Ósip y Nadiezhda Mandelstam, Shalámov o Levi, y se establecieron las resonancias.
Este epílogo actúa de alguna manera como el contraplano de Nuestro pan de cada día, un libro conciso y de rara erudición, macizo sin dejar de ser híbrido, a medio camino de todo, del estudio mitológico, la historia comparada de las religiones monoteístas, la reflexión antropológica e histórica, la penetración filosófica y filológica, el dietario guadianesco o el himno que hiende la memoria. Y podría resumirse así: una historia del pan a través de los tiempos, con profundas catas al Antiguo Testamento, Egipto o la Europa medieval, que enmascara una invocación del primigenio alimento como eso que cayó en el Tiempo -pues el pan, recuerda Matvejevic, antecede a la Historia y a la escritura- y que es preciso revitalizar simbólicamente para asegurarle (asegurarnos) una supervivencia futura. Ensayo humanista y poliédrico, Nuestro pan de cada día no es otra cosa que arqueología apasionada, tanteo de ruinas próximas y lejanas, las de Occidente en definitiva, que responde a una sabiduría comprometida que muchos han entendido concomitante con la de otro gran escritor de la sutura, el triestino Claudio Magris. Además de con el autor de El Danubio, quizás también sería provechoso aproximar a Matvejevic a los esfuerzos antropológicos de un Gaston Bachelard en su vertiente de fenomenólogo lírico, de rastreador de constelaciones elementales y, especialmente, de pensador, digamos, acronológico. Ya que es la condición intersticial -y no lógica- entre pasado, presente y futuro lo que caracteriza la escritura del de Mostar, un saltar entre-tiempos que trasciende las limitaciones racionales y convierte al presente en fuente de luz para el pasado y a éste en un compañero silencioso que nos susurra desde la linde del camino cómo se van a desarrollar esos días que creemos estar estrenando.
Hablamos, entonces y en el fondo, de poesía, que es como mejor se podría resumir el esfuerzo de Matvejevic por aunarlo todo, la genealogía de los tipos de pan y de los usos y costumbres a ellos asociados, las querellas eucarísticas entre el ácimo y el leudado, su potente y caudalosa metafórica: vínculo entre Dios y sus fieles, símbolo de justicia, concreción de virtudes como la hospitalidad o la solidaridad. Es, como decíamos, en el reverso sombrío de todo esto, en el hambre o más bien en el miedo al hambre, cuya reaparición en nuestro mundo en crisis y huida tecnológica constata preocupado, donde el escritor encuentra la razón para perseverar en la escritura como acto de resistencia contra la barbarie y fuente de nutrición al menos para el alma.
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