Días de rabia en la autopista

El jerezano Julio de la Rosa, cantautor rock y compositor de bandas sonoras publica 'Peaje', su primera novela.

Julio de la Rosa (Jerez, 1972), el jueves en el exterior de la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla.
Julio de la Rosa (Jerez, 1972), el jueves en el exterior de la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla.
Francisco Camero

17 de febrero 2013 - 05:00

Peaje. Julio de la Rosa. Prólogo de Joan S. Luna. Tropo Editores. Zaragoza, 2013. 150 páginas. 17 euros

El protagonista de Peaje, su voz obsesiva que fluye por todas las páginas del libro descargando caprichos y arrebatos, no tarda nada en darse cuenta de que se encuentra quieto, parado, encerrado en un lugar por el que todo el mundo pasa de largo, y menos aún en sentir que debe de estar en el sitio equivocado. Julio de la Rosa tenía ganas de escribir fundamentalmente un "libro de retratos", de dar forma a una "galería de personajes", y la forma que halló para hacerlo sin que todos ellos se dispersaran fue enlazarlos bajo un mismo punto de vista. Bajo la mirada seca, cruda y rabiosa, por momentos resentida, pero también negra o amargamente burlona, de un hombre que trabaja en una cabina de la autopista de pago de Sevilla a Cádiz, o de Cádiz a Sevilla, que tan bien conoce este músico desde hace casi una década afincado en Madrid, tras una larga época en Sevilla.

Peaje, editada por el interesante sello zaragozano Tropo, es la primera novela de este autor jerezano nacido en 1972, pero no su primera creación literaria. Tanto rojo bajo los párpados y Diez años foca en un circo, dos libros de textos breves y carácter misceláneo, y Vacaciones, un poemario escrito a cuatro manos con Adriana Schlittler, han precedido a esta primera novela en la que late con ritmo y potencia la impronta que ya estaba ahí, perfectamente rastreable, en todos los discos que ha ido publicando en solitario -desde el formidable y crudo M.O.S. de 2004 hasta el recién editado Pequeños trastornos sin importancia- tras la disolución de El Hombre Burbuja, la personal banda de rock con la que se dio a conocer en la escena undergound de los años 90.

"El ritmo de la novela tiene que ver con cómo me sentía cuando estaba componiendo la música para Grupo 7", contaba este jueves Julio de la Rosa en la Biblioteca Infanta de Elena de Sevilla, donde presentó el libro dentro del ciclo Letras Capitales del Centro Andaluz de las Letras, acompañado y presentado por la escritora sevillana -nacida en Madrid- Sara Mesa, última finalista del Premio Herralde por Cuatro por cuatro (Anagrama). "Después de cada jornada de trabajo me acostaba en la cama y me ponía un buen rato todas las noches a escribir algunos folios. La escritura de la novela fue mi recreo en aquellos días duros por el estrés", confesaba el músico, que esta noche presenciará la gala de entrega de los Goya, en cuya categoría de mejor banda sonora figura como uno de los candidatos, aunque al parecer sin esperanza alguna. "No voy a ganar", dice rotundo, y convencido de que el discurso humilde y emocionado de rigor lo tendrá que hacer Alfonso de Vilallonga (Blancanieves). "Bastante se ha conseguido con que se abra la puerta a una banda sonora no sinfónica. Me considero premiado con ese gesto".

Pero aquí se estaba hablando de su libro, por mucho que los vasos comunicantes entre sus obras como músico -específicamente como cantautor rock- y su novela sean abundantes. Peaje supone, de nuevo, ahora por otros medios, una exploración del amor, o más bien de la necesidad del mismo, con tono obsesivo, incluso duro, aunque aplacado a ratos por el sentido del humor, la ironía o el chispazo de ingenio para quitar algo de hierro. La novela es una voz vuelta hacia dentro, una conciencia que se desparrama en un monólogo interior frenético y divagatorio, a veces juguetón, tan sólo interrumpido por las intromisiones de una realidad que se manifiesta en forma de conductores que abonan el peaje antes de seguir su camino y a los que el protagonista intenta tercamente, sin piedad, dolido y cansado por nada en particular y todo en general, adivinar algún tipo de trastorno mental o cuanto menos alguna manifestación de su inferioridad moral; de la supervisora con la que se comunica por un frío interfono y con la que de alguna manera hay en juego una ingrata y distante historia de seducción, de calor humano en última instancia a pesar de todo; o de los periódicos que lee con aburrimiento y desdén hasta que llega a los obituarios, que colecciona: "A ver qué hicieron estos para que tengamos que recordarlos. Una vida entregada a algo. Es extraño. Me gustaría saber si fueron felices", piensa para sí un tipo que a veces tiene "la impresión de estar mendigando" y otras no, otras veces se dice, con escaso convencimiento, que tiene un trabajo digno, y que su vida a lo mejor también lo es, aunque muy seguro no acaba de estar.

"Lo ideal, me parece a mí, es que la novela se lea a toda hostia", recomienda el autor, admirador en especial de la narrativa estadounidense del siglo XX, más en concreto de la claridad de Truman Capote, o de "lo agrio" y de "las cosas que no dice" Raymond Carver, de sus "silencios entre cada frase", aunque también disfruta con el sentido lúdico del francés Georges Perec, entre otros escritores. Aunque cuando se puso a escribir no pensó en nada de esto: "Simplemente inventé un personaje y lo eché a andar", dice Julio de la Rosa, que nunca trabajó como cobrador de peajes, y que ahora, acaba bromeando, no descarta regalar ejemplares de su novela a algunos de ellos, "pero sólo si se produce uno de esos momentos en los que alguien te da buen rollo y hay cierta vibración ahí". Asunto complicado: su protagonista lo sabe.

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