La pareja en el bucle

Alfonso Crespo

29 de julio 2012 - 05:00

Dirección: Fernando Sansegundo. Ayudante de dirección: Noelia Benítez. Espacio escénico y sonoro: Fernando Sansegundo. Escenografía: Luis Bariego. Intérpretes: Eva Higueras, Alberto Maneiro. Fecha: Viernes 27 de julio. Lugar: Cicus. Aforo: Lleno

Para enfrentarse a Pinter conviene que los actores estén en estado de gracia. Es lo que demandan obras como Traición, hace poco representada por los Histrión, o esta El amante, dirigida por Sansegundo y encarnada por Higueras y Maneiro. Y esto es así porque aquí no hay margen para el error, se debe entrar "en caliente" a la fuerza, pues todo depende de pequeños matices. Si esa caída in medias res en la escena falla, los actores parecerán malos y, sobre todo, la obra. El amante, de esta manera, puede ser todo: una tragedia, una comedia, un extraño entremés surrealizante; o nada. Por fortuna, Eva Higueras y Alberto Maneiro demostraron haber interiorizado la gimnasia física y mental que reclama esta obra fronteriza, logrando engrandecer el legado pinteriano y reclamar su vigencia.

Que todo dependía de los actores y sus cuerpos también lo entendió a la perfección Sansegundo, que optó, arriesgando, por una determinada desnudez, y ahí donde se equivocó Losey y el cine, triunfó el directo, el presente teatral: no hacen falta espejos, reflejos o retorcidos entramados escénicos, simplemente un puñado de objetos domésticos -atrezzo familiar que, como recordó Freud, esconde la semilla de lo siniestro- y dos fuentes sonoras invisibles -la televisión y la radio- para generar la sensación centrípeta y asfixiante que reclama la obra, la atmósfera de ese lugar cualquiera donde tiene lugar la tragicomedia de los roles, del fantasma de la virtualidad. Es en ese espacio que deviene primero círculo y luego espiral donde la sutilidad de Higueras y Maneiro hizo el resto, dando credibilidad y volumen emocional a este delicado juego de variaciones que solicita del espectador el deseo constante de perforar las apariencias, de vislumbrar a los amantes en el matrimonio y viceversa, lo que le supone, finalmente, alcanzar la pasmosa conclusión de que la maldición nos antecede, de que el pecado es original, y sólo cabe ser actores hasta que caiga el telón.

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