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Una odisea bajo las bombas
Luis Gordillo. Pintor
Distingue Luis Gordillo (Sevilla, 1934) dos hemisferios en su oficio: un paradigma vertical, que define como "descenso a los infiernos" y que nace de la obsesión por cada paso, en especial por la evolución del color; y otro más horizontal, más lúdico, "como de cómic", caracterizado por el uso de tecnologías distintas a la pintura (con preeminencia de la fotografía y el offset) y el trabajo en serie. A este segundo espectro está dedicada Horizontalia, la exposición que inauguró ayer en el CAC Málaga (donde podrá verse hasta el 26 de agosto) con una treintena de series realizadas en diversos formatos entre 1974 y 2011, algunas inéditas. Gordillo, referente ineludible del arte contemporáneo, es Premio Nacional de las Artes Plásticas (1981) y Premio Velázquez (2007).
-Es evidente que las series nacen de la insatisfacción que trasciende los límites de la obra, pero ¿cree que es posible llegar a sentirse plenamente satisfecho, se puede dar un trabajo por terminado?
-Hay obras que tienen un proyecto previo, y a veces la imagen está definida de antemano. Es algo bastante común hoy gracias a la tecnología digital. A veces tengo una idea sobre una imagen, o sobre un collage, luego interviene el ordenador y ya preveo el color. El ordenador ofrece unas posibilidades asombrosas. Trabajando así el cuadro nace ya muy resuelto, luego se trata de limar y de ir depurando. Pero ya es otra cosa, ahí no se encuentra uno entre la vida y la muerte. Cuando trabajo sin red, directamente, un cuadro puede quedarse en mi estudio dos o tres años. No significa eso que yo esté durante todo ese tiempo trabajando en él, pero sí soy consciente de que el cuadro está por ahí, coleando. Vivo con el cuadro, sé que está allí y lo tengo en mente. A veces vuelvo a los cuadros de espaldas, para que se hagan solos. A menudo es tu obsesión lo que te impide terminarlos. Y es bueno aprender a domar esa ansiedad, un tanto neurótica.
-¿La adquisición de ese control es una cuestión de experiencia, o más bien del conocimiento de las propias limitaciones?
-Ahí interviene mucho la experiencia, es cierto. Y sí, también conocer hasta dónde es capaz de llegar uno. Pero igualmente entran en juego cuestiones de tipo práctico. A veces tacho a mis cuadros de canallas, les reprocho que me han quitado un tiempo que podría haber dedicado a otros. Un cuadro tiene su tiempo, no hay que exagerar. Hay cuadros que no se arreglan, se estropean y es demasiado complicado volver a ponerlos en marcha. Entonces prefiero pintar encima o dejarlos tal y como están.
-Usted afirma que en su obra convergen un proceso vertical, más sufrido, y otro horizontal, más lúdico. ¿Se necesitan mutuamente?
-Lo esencial en mi obra está entre los dos. Ahí se produce una tensión, ése es el sitio que más me interesa. Tengo ya muchas maneras de jugar a ese pingpong. En ese lugar analizo el deseo, el descenso a los infiernos. Ten en cuenta que me he psicoanalizado durante 35 años. Eso me ha influido mucho.
-¿Y qué le alimenta más, el descenso a los infiernos o la ascensión a los cielos?
-Las dos cosas son importantes. El descenso es siempre sospechoso. Puedes pensar que es simplemente una neurosis, una compulsión, un onanismo estético. Todo eso es muy sospechoso. El mundo del arte está lleno de autosospecha. Los artistas siempre sospechamos de nosotros mismos. Pero el otro camino es más social, más técnico, más normal. Es como ir por la calle con amigos. Quizá sea más humano, el otro es más perverso. El descenso está más relacionado con el romanticismo alemán y los simbolismos europeos del siglo XIX. Todo ese dar vueltas a tu organismo psíquico es muy interesante, pero está lleno de sospecha. Y además, tampoco es muy moderno, las cosas como son. El arte contemporáneo se da en el otro lado, el más racional, conceptual y analítico. Ahí existe la tentación de estar al día. En el fondo he perdido la esperanza de encontrar el punto intermedio.
-De encontrarlo, ¿la decisión más honesta sería dejar de pintar?
-Sí, esa tentación también es notable. Sucumbiré cuando muera. Entre los dos polos cabe el purgatorio.
-Ante la tentación de la contemporaneidad, ¿se deja usted seducir, o reviste hábitos monacales?
-Para mí este asunto ha sido siempre una obsesión muy dura. Al principio, cuando trabajaba en el informalismo y los coqueteos con el pop, mi obra era vanguardista. Estaba de acuerdo con las leyes del mundo plástico que estaban al día. Pero cuando me metí en el ámbito de la nueva figuración madrileña, todo aquel mundo tan colorista, ya era muy consciente de que me bajaba del tren de la vanguardia. Hubo un momento en que creí que estaba perdido, estuve varios años sin pintar, sólo dibujando de manera muy loca. Fue un momento doloroso, y siempre he vivido mi separación de las vanguardias de manera dolorosa, porque la vanguardia es la ética de la investigación plástica. Todo lo que me distancia de eso me parece un camino a la inversa. Hay un señor muy cabrón dentro de mí. En el fondo me gusta sufrir. Pero no puedes estar cuarenta años a punta de lanza. No se puede.
-¿Pero no le ha dado el tiempo la razón? Ningún artista quiere hoy oír hablar de vanguardia.
-Es verdad que a cambio gané una libertad que me montó en el nuevo tren de la vanguardia madrileña. Pero aquello no era vanguardia, era otra cosa. Eso sí, toda la crítica madrileña y todos los jóvenes artistas prestaban mucha atención a lo que hacía. Fue una sorpresa. Me sentí repescado.
-Su serie Dios hembra (2005), incluida en la exposición, revive el mito de la mujer embarazada por Dios. ¿De qué se queda usted embarazado cuando trabaja?
-Nunca me lo he planteado. Un cierto embarazo sí que hay en el artista, seguramente por la temporalidad a la hora de acabar la obra. Pero no creo que pueda decir más.
-¿La creación es femenina?
-Quizá sea algo más femenino en el sentido del embarazo. Pero creo que depende del tipo de obra: las más directas y espontáneas parecen más masculinas, mientras que las más elaboradas y profundas me sugieren algo más femenino.
-¿Le preocupa la percepción y la interpretación de su obra?
-Me interesa muchísimo. Siempre que trabajo, de alguna manera estoy pensando en quién va a ver lo que hago. Recuerdo que cuando hice la exposición del Reina Sofía estuve trabajando allí con Paco Pérez Valencia, y mientras nos ocupábamos de la instalación de las obras yo le preguntaba: "Paco, ¿qué pensará tu madre de todo esto?" Era un chiste recurrente. No sólo intentábamos hacer algo valiente y espectacular, también pensábamos en cómo lo vería la gente. En ese sentido, siempre he tenido presente que soy un pintor español. No vivo en Nueva York ni en Berlín. No tengo una gran galería internacional detrás, ni grandes museos ni grandes críticos. Vivo en España, y mi límite, mi autocensura, viene dada por hasta cuánto puedo llegar a calar en la sociedad española.
-¿Se siente también parte de una tradición artística española?
-Pues no, ahora te diría lo contrario. Siempre he admirado a Tàpies, pero mi obra está más relacionada con la estética norteamericana. He seguido muy de cerca todo el movimiento de la action painting, que me influyó mucho en el uso del color durante los 70. Mi primera influencia vino de Francia con Michaux y toda aquella gente, junto a Tápies; pero después saltó a EEUU. Conocí personalmente a Jonathan Lasker y Terry Winters y admitieron mi paralelismo con su obra. Llegué a sentirme uno de los suyos.
-¿El problema del arte contemporáneo es un problema ético?
-No sé. Si vas a documenta o a cualquier bienal, lo que más encuentras son discursos políticos y sociales. Estas cosas me han preocupado, pero tampoco me han condicionado. A finales de los 60 tuve amigos marxistas que pensaban que el arte geométrico era lo más ético en aquel momento, y de hecho entonces hice obras muy planas de color y muy geométricas.
-Es usted un artista reconocido...
-No mucho. Sólo en España.
-Pero, ¿cómo le gustaría que le recordaran?
-Sonriendo.
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