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No deja de resultar sorprendente que el más grande operista francés de todo el siglo XVIII tuviera que esperar a cumplir los 50 años para presentar su primer título en las tablas de la Academie Royale de Musique de París. Fue en efecto el 1 de octubre de 1733 cuando se estrenó Hippolyte et Aricie, tragedia lírica en cinco actos y un prólogo que contaba con libreto de Simon-Joseph Pellegrin y música de Jean-Philippe Rameau (1683-1764). Tan tardía dedicación a la música dramática no presuponía bisoñez (y la calidad de ese primer trabajo, para algunos el mejor de toda su carrera, lo deja claro), pues el compositor había tenido múltiples contactos con los diversos géneros de música teatral que se practicaban en la Francia de su tiempo.
No deja de ser cierto en cualquier caso que para 1733 Rameau era fundamentalmente conocido como teórico y como organista. Nacido en Dijon, hijo del organista de la iglesia de St. Etienne, hasta que en 1723 consigue asentarse definitivamente en París, su vida es casi un misterio, aunque se sabe que fue miembro de una compañía ambulante de músicos milaneses y que pasó por diversas tribunas en parroquias de Montpellier, Clermont-Ferrand, París, Lyon y la propia Dijon, donde sucedió a su padre entre 1709 y 1715. Había compuesto también cantatas, grandes motetes y algunas arias profanas, pero cuando en 1722 sale a la luz su Tratado de armonía reducido a sus principios naturales solo se le conocía una publicación anterior: el Primer libro de piezas de clave, que había sido editado en 1706. Nuevas colecciones de piezas para clave aparecerían en 1724, 1729 y 1741 (en este último caso, las famosas Piezas de clave en concierto, su única publicación dedicada a la música de cámara), mientras que en 1726 su Nuevo sistema de música teórica venía a completar el tratado de 1722. Pero los años 20 fueron también cruciales en su formación como hombre de teatro, pues trabajó poniendo música a las comedias de Alexis Piron, un dramaturgo que había llegado con él a París, además de para la Comedia Italiana y para festejos al aire libre que tenían lugar en las ferias de Saint-Germain y Saint-Laurent. De aquella primera dedicación seria de Rameau al teatro han quedado referencias de una decena de títulos, pero toda la música se ha perdido.
En 1726 Piron lo introdujo en el círculo de Alexandre de La Pouplinière, un rico funcionario y mecenas de las artes, que habría de cambiar su vida. Rameau aspiraba a convertirse en un autor teatral de referencia, como confirma la carta que en 1727 remitió a Antoine Houdar de La Motte, libretista de renombre, solicitándole en términos encendidos y autolaudatorios un libreto, una misiva que nunca tuvo respuesta. Pero la desazón por este desaire se compensa rápido, pues La Pouplinière le encarga la dirección de su orquesta en 1731 y, lo que es más importante, lo pone en contacto con Voltaire, quien le ofrece colaborar en un Sansón que finalmente sería rechazado por la Ópera, aunque es muy posible que la música que ya estaba escrita fuera reutilizada en otras obras. Filósofo y músico volverían a colaborar en 1745, cuando presentaron La Princesa de Navarra en el marco de las celebraciones epitalámicas por las bodas entre el Delfín Luis Fernando y la infanta española María Teresa Rafaela. Admirado por la confianza y seguridad en sí mismo de su compañero de aventura, Voltaire comentó entonces del músico: "Está loco, pero siempre he pensado que hay que compadecerse de los talentos".
Más que de locura, Rameau había dado muestras siempre de una lucidez extraordinaria, especialmente en el estudio de la armonía, lo que lo llevó a convertirse en un activo defensor de la tradición francesa. Con el estreno en 1733 de Hippolyte et Aricie hubo una facción de lullystas que no lo entendieron así, que pensaron que aquello era una traición a los postulados de la tragedia en música tal y como habían sido planteados por Lully medio siglo antes y tildaron la obra peyorativamente de barroca. Pero para entonces el compositor estaba ya curtido en debates teóricos, pues en 1729 tuvo que responder a una anónima Conferencia sobre la música publicada en Le Mercure de France y en la que se atacaba con saña el sistema expuesto en sus tratados. Hasta el fin de sus días, Rameau se convertiría en un incansable polemista, opuesto radicalmente a los enciclopedistas en la famosa querelle des bouffons, que enfrentó desde 1752 a los partidarios de la ópera italiana, entonces encabezados por Rousseau, que había escrito los artículos musicales de la Enciclopedia, y los de la francesa, cuya defensa asumió Rameau, si algo tardíamente, con entusiasmo, señalando en varios incisivos panfletos los groseros errores cometidos por el autor del Emilio en sus trabajos enciclopedistas.
Bajo la disputa de los estilos nacionales, que atravesaría en diversas fases y diversos modos los años centrales del siglo, se escondía en realidad una profunda discusión sobre la naturaleza del arte musical, en la que Rameau se alineaba con la vieja línea pitagórica que, pasando por tratadistas medievales, Zarlino, Mersenne o Descartes, trataba de reducir la música a sus fundamentos racionales y científicos, de forma tal que cobrara valor autónomo en sí misma, y eso sólo era posible si se consideraba a la armonía como el principio del que derivaban todas sus demás cualidades. Para Rameau, "la música es una ciencia que debe disponer de unas reglas bien establecidas; dichas reglas deben derivar de un principio evidente, principio que no puede revelarse sin el auxilio de las matemáticas". Todo esto no era para él sino expresión íntima de la unidad del mundo natural: si la música nos provoca placer es porque, a través de la armonía, está expresando el divino orden universal, y ese principio no era diferente del que se manifestaba ya en la obra de Lully, de quien se consideraba seguidor: "Admirador siempre de la bella declamación y del bello canto que reinan en el recitativo de Lully, procuro imitarlo, no como un servil copista, sino tomando como modelo, como él ya hiciera, la bella y sencilla naturaleza".
Una naturaleza que podía reflejarse lo mismo en la música instrumental que en la vocal, en las tragedias heroicas que en los actos de ballet o en las comedias. Por eso su obra dramática, unas 30 composiciones, abarca todos los géneros, y aunque las Piezas de clave en concierto son un auténtico hit parade del barroco, su repertorio para tecla es admirado por todos los clavecinistas del mundo (¡y algún que otro pianista!) y de vez en cuando aparecen en las programaciones motetes y cantatas suyos, es en las casas de ópera donde en los últimos años se ha producido la más importante recuperación de su legado: tragedias líricas como Hippolyte et Aricie, Castor et Pollux, Zoroastre o Dardanus, óperas-ballet como Les Indes galantes, comedias líricas como Platée o Les Paladins y ballets como Pygmalion aunque aún no demasiado frecuentes han empezado a ser programados en festivales y teatros, y no sólo franceses. Frente a la brillantez directa, melódica, lírica y emotiva de la ópera italiana, el estilo noble, armónico, alambicado y profundo de Rameau también ha encontrado su espacio en el siglo XXI. Ese es su triunfo.
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