“En los juzgados ya no hay el sentido del humor de antes”

Juan Camúñez. Abogado jubilado

Juan Camúñez tiene 76 y años y hace seis que se jubiló, después de haber ejercido como abogado durante más de cuatro décadas. Ha publicado Gracia y Justicia, La cara risueña de la Justicia y La Sonrisa de la Justicia, en los que recoge historias increíbles pero ciertas protagonizadas por la fauna humana que circula por los juzgados. Como la de la pareja de gitanos que se presentó en el Registro Civil, y ella dijo: “Aquí, que el Curro y yo nos queremos deseparar, y venimos a que nos borre del libro de los casados”. O la de otro señor que llegó y pidió una “partida litoral” de nacimiento. O la de la señora que fue a juicio porque le propinaron una patada en la barriga. “¿Usted recibió un golpe en la refriega?”, le preguntó el juez. “En la refriega no, señor, un poco más arriba, entre la refriega y el ombligo”, contestó ella.

“En los juzgados ya no hay el sentido del humor de antes”
“En los juzgados ya no hay el sentido del humor de antes”
Charo F. Cotta

26 de enero 2009 - 10:22

–¿Somos mucho de pleitear?

–Sobre todo ahora. El número de juzgados se ha multiplicado por diez. Está bien que la gente ejercite sus derechos, pero es que hoy se reclaman derechos inexistentes. ¡La conflictividad es tremenda!

–Mejor para los abogados.

–La plétora de abogados es increíble. Creo que el Colegio de Abogados de Madrid tiene más abogados que toda Francia. En mis años de ejercicio he visto reclamaciones insólitas. La gente lo reclama todo, y además muchas cosas les salen.

–Lo malo es el colapso judicial.

–Los jueces están desbordados, eso es verdad. Supongamos que cada juez puede atender unos setecientos asuntos anuales. Pues le caen mil quinientos. Y las bajas se cubren con interinos, que son meros licenciados en Derecho.

–¿Imagina a los jueces en huelga?

–A mí me suena rarísimo. Pero comprendo que las cosas han llegado a un punto insostenible, con los autos amontonados en los suelos, en los pasillos, en las sillas… Así no se puede trabajar.

–¿Y eso ha empeorado el ambiente?

–Ya no hay el sentido del humor de antes. ¡Con la de situaciones graciosas que se producen! Ahora los jueces son muy jóvenes y se ve todo muy crispado. En mi época había jueces divertidísimos, mucho mayores.

–¿Cómo de mayores?

–Algunos rozaban la senectud. La primera vez que informé en la Audiencia, con tres magistrados, veía que el juez más cercano me animaba, asintiendo con la cabeza, mientras que el de la izquierda negaba. Salí desconcertado, hasta que supe que ambos tenían un tic, fruto de la edad.

–Pues no veo la ventaja.

–Piense que el juez es la máxima autoridad. Decide sobre vidas y haciendas, todo está en sus manos. Es una labor delicadísima, que requiere madurez. Sin menoscabo de los de ahora, echo mucho de menos a los jueces antiguos.

–¿Ya no hay miedo reverencial?

–Eso nunca desaparece. Hay clientes asustadizos a los que hay que explicarles cómo dirigirse al juez. Recuerdo a uno que se puso tan nervioso que le llamó “su señorita”, en lugar de “su señoría”.

–El personal se siente cohibido.

–Pero no siempre es así. Un juez me contó que un testigo, al preguntarle si juraba decir la verdad, le contestó: “¡Depende de lo que usted me pregunte!”

–¿Y qué hizo el juez?

–Hay que tener valor para contestarle así a un juez, porque puede deducir testimonio por desacato y ponerte en apuros. En este caso el juez le reprendió y no fue más lejos. Le pareció que el tipo era sincero.

–O caradura.

–De esos conozco a más de uno, como el malencarado que renunció al abogado y le dijo al juez: ¡Yo a usted no le conozco de nada y no le tengo que dar ninguna explicación!

–¡Habrá visto de todo!

–Soy muy observador. Además, desde que se sabe que recopilo anécdotas me han nutrido de muchas. Incluso me llaman los jueces para contarme cosas.

–¿Por ejemplo?

–Un juez coincidió en el ascensor con un conserje, que le dijo: “Acaban de llamar diciendo que dentro de un cuarto de hora va a estallar una bomba”. “¿Y usted que ha hecho?”, preguntó el juez, horrorizado. “¡Le he dicho que ponga la bomba en el coño de su madre!”.

–¡Qué barbaridad!

–Más bruto fue el testigo de la pelea entre dos vecinas, una alta y otra baja, enfrentadas a muerte por la altura de un tendedero. Al ser interrogado por el juez, el testigo declaró: “El problema es que una es una asquerosa y la otra es una guarra”.

–Muy fino, el testigo.

–Sé de un camionero vasco que vino a juicio tras un accidente. Era un tiarrón, imponente de grande. Una vez tomados los datos, el juez le pidió: “Explíqueme usted el suceso”. A lo que respondió, con voz de trueno: “¿Qué le explique mi sexo? ¿Es que no se nota? ”.

–Ese debió ser fruto del acento.

–Pues imagínese cuando dos individuos que se habían pegado recurrieron a un testigo sordo. A cada pregunta del juez el tipo decía: “¿Mande?”. Hasta que el juez le hizo acercarse y le preguntó, a gritos: “¿Por qué sabe usted que le pegó?”. Y el otro contestó: “¡Por oídas!”.

–¿Los jueces se ríen en esos casos?

–A lo mejor se sonríen, pero normalmente se contienen. El típico juez es serio y circunspecto. Debe ser algo connatural y además la judicatura imprime carácter.

–Pero hay momentos hilarantes.

–El mejor que conozco es el del loro que se escapó.

–¿Llevaron un loro al juicio?

–Era un loro que cantaba por Marifé de Triana. La dueña denunció al que se lo quitó y, como carga de prueba, llevaron al animal a la sala. Después de darle un picotazo al ladrón y revolotear por allí, con el fiscal debajo de una silla, se posó en el hombro de la señora y cantó:” “Torre de arenaaa”.

–¿Y como reaccionó el juez?

–Declaró el caso visto para sentencia.

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