La Liga no son tres partidos
La exhibición en el derbi, unida a la imagen ofrecida ante Madrid y Barça, abre muchas incógnitas sobre el Sevilla, como hasta dónde podría llegar de poner siempre esa actitud. El Atlético debería ser la referencia.
Cuando los elogios y el azúcar inundan el vestuario sevillista resonando aún los ecos de un derbi histórico, mirar más allá de lo que lo hace la generalidad y hacer autocrítica del éxito propio se convierte en un ejercicio beneficioso -muy beneficioso incluso-, pero que no todo el mundo está preparado para llevar a cabo. Ésa es la gran diferencia y lo que distingue a los ganadores de los mediocres.
El Sevilla ha demostrado que, con intensidad y motivación, es capaz de arrollar a cualquiera. Lo ha hecho no una vez, ni dos, sino tres veces a lo largo de la temporada. Más recientemente, en una primera parte de ensueño ante un Betis al que tenía de rodillas desde el minuto 5 (2-0), pero también lo hizo contra el Real Madrid, al que derrotó en un duelo que desató los elogios hacia Míchel por encontrar la piedra angular en Maduro y casi lo calcó ante el todododeroso Barcelona de Messi y compañía, que tuvo que echar mano de la ayuda de Mateu Lahoz para no acabar mordiendo el polvo en Nervión.
Y la pregunta ahora debe ser: ¿por qué no salen así siempre estos jugadores? El 5-1 del derbi, dentro de la euforia desatada y la felicidad que da disfrutar de un triunfo así cuando el equipo también había recibido críticas quizá injustas algunas de ellas, deja en el aire varias preguntas que no dejan en muy buen lugar a los profesionales sevillistas. Éstos han demostrado que tienen calidad y condiciones, lo que se llama aptitud con pe. ¿Qué pasa entonces en citas como las de Vigo, Zaragoza, Bilbao...? ¿Dónde estaría el Sevilla situado en la tabla si saliera siempre con esa fe en cada balón?
Cuestión de querer...
Fue Marcelino García Toral el que, hace un año, venía avisando sobre la facilidad con que este equipo desconectaba. No echábamos cuenta a lo que decía el asturiano, que poco a poco iba dando pistas sobre lo que ocurría en el interior de un vestuario sobre el que aparecían las primeras menciones de falta de profesionalidad, indisciplina y ausencia de compromiso. Míchel, ya cuando el agua del río que se desbordó arrastró a un cuerpo poco afianzado como el del técnico nacido en el Concello de Villaviciosa, tardó poco en seguir en esa dirección. O más bien lo dijo incluso en la rueda de prensa de su presentación, con Del Nido y Monchi a sus flancos y, en la trastienda, el cadáver aún caliente de Marcelino. "Depende de ellos", "este Sevilla será lo que sus futbolistas quieran", "yo no voy a hacer nada"... venían a ser algunas de las frases pronunciadas por el entrenador madrileño aquella mañana de febrero. Luego, paulatinamente esas frases fueron cargándose de razón y fueron recrudeciéndose en los labios de un Míchel que ya, con el respaldo del consejo ejecutivo, se presentó en verano hablando con todas las letras y bien alto de indisciplina y de que sus futbolistas llegaban tarde a cualquier comida, charla, viaje o concentración. Suavizó el discurso cuando vio que cambiaban su actitud y apreciaba cierto compromiso o, simplemente cuando le interesaba, pero la realidad es que cíclicamente el ánimo del entrenador tuvo que ir yendo de un extremo a otro. Zanahoria y palo hasta estallar en la rueda de prensa posterior a la derrota en San Mamés.
La bronca de Bilbao
¿Buscó Míchel una respuesta especial llamando públicamente a los suyos poco profesionales? ¿Puede achacarse a ello el cambio de imagen mostrada en el derbi? Sí a la primera pregunta. Sí y no del todo a la segunda. Está claro que el técnico buscó una aguja con que pinchar a los suyos, pero está por ver si éstos hubieran tenido esa misma respuesta de visitar el Sánchez-Pizjuán rivales como Osasuna o Valladolid en vez del eterno rival con el añadido de llegar cuatro puntos por encima.
Los jugadores del Sevilla ya habían demostrado que, queriendo, pueden llegar hasta donde se propongan y motivarse en un partido de estas características y con el orgullo herido no es lo más complicado del mundo. Como la calidad está, ha quedado medianamente claro que se trata de un asunto puramente psicológico y que la intensidad ha salido a relucir cuando los futbolistas, ellos y sólo ellos, han querido por lo que quiera que sea. Porque un partido ante Real Madrid o Barcelona da la vuelta al mundo, porque le han visto las orejas al lobo, porque han pensado que se lo debían a la afición o porque el entrenador les ha reñido y los ha dejado en entredicho. Por lo que sea. Lo han hecho.
El Atlético de Simeone
Y la siguiente pregunta está clara: ¿hasta dónde habría llegado este Sevilla? Uno mira la tabla y no puede dejar de pensar en otra comparación que la del Atlético de Madrid, el único equipo que le mantiene el pulso al Barcelona y que, superado el primer tercio de Liga -un tramo ya considerable-, aventaja en cinco puntos al Real Madrid de Mourinho y Cristiano Ronaldo, que casi lo triplica en presupuesto. ¿Y qué tiene el Atlético más que el Sevilla en su vestuario? No mucho más. Falcao es la figura y es verdad que su rendimiento está siendo superlativo, pero Negredo, un goleador top, sería su homólogo en Nervión. El resto, futbolistas de calidad que lo secundan, pero el Sevilla puede decir lo mismo con Jesús Navas, Rakitic o el redivivo Reyes.
Eso sí, el Atlético cuenta con la intensidad que le ha metido en el cuerpo a todos sus jugadores un entrenador que como futbolista en activo era un adalid del carácter, Diego Pablo Simeone. El argentino tiene a todo el personal con los ojos inyectados en sangre sea ante el Barcelona o frente al Granada a domicilio por citar la última victoria de los rojiblancos. Curiosamente, el calendario ha puesto la próxima parada del Sevilla en el Vicente Calderón, buena plaza para demostrar que lo de este Sevilla no es flor de un día. Ni de tres.
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