ENSEMBLE DIDEROT | CRÍTICA
Guerra y música en Berlín
TÚ NO ERES COMO OTRAS MADRES. Angelika Schrobsdorff. Periférica & Errata Naturae. Cáceres/Madrid, 2016 592 páginas. 24,50 euros.
El corazón está diseñado para pasarse la vida golpeando. No es tarea fácil romperlo. Tanto Angelika Schrobsdorff como su progenitora, Else Kirschner, la razón de ser de Tú no eres como las otras madres, tenían uno digno de caballo de carreras. Y ambos corazones, desde luego -como tantos otros en esa época: la Alemania que gestó la Segunda Guerra Mundial-, se rompieron.
Tú no eres como las otras madres -un título que se enmarca dentro de la biografía pero parece una novela y absorbe más que cualquier novedad de mesa al uso- nace del reconocimiento de una hija a la heterodoxia materna. Una mujer que se dedicó a romper, varias veces y con alevosía, los corsés morales de la época. Primero, rompiendo con su prometido judío y casándose con un pretendiente cristiano que ejercía de intelectual veleidoso. Aquí el corazón de Else pudo haber fallado pero, como buena máquina de carreras, se creció ante la velocidad: fascinada por todo lo que entendía como "auténtica vida", Else hizo suyas las proclamas de pareja abierta que su marido defendía y consiguió, arropada por los aires benéficos de los años veinte, acercarse a su propósito de tener un hijo con cada hombre al que amara.
El corazón de Angelika, su tercera hija, era igualmente inmenso, igualmente propenso a la ternura y la fascinación. La pequeña vivió también en una atmósfera propicia para sus ansias y ensoñaciones, ya que su padre pertenecía a la élite adinerada. Las sombras de lo que venía eran inconsistencias ridículas para Else -como tantos, incrédula ante el horror que estaba forjándose- y no digamos para su hija, a la que se trató de mantener ignorante en todo momento. Angelika cuenta su antojo, a la edad de 4 o 5 años, de una banderita con la esvástica que colgó orgullosa en el balcón. O su única amiga de la infancia: la jefa de la Liga de Muchachas Alemanas, que se adaptaba a sus querencias y la defendía en el patio y a la que, en un quid pro quo inconsciente, Angelika hacía partícipe de "lo bonito de la vida". Inevitablemente, todo aquello iría desapareciendo. Y lo haría como en una película de suspense: poco a poco, por razones incomprensibles. El hombre que sabía demasiado hubiera podido compartir líneas con La niña que no sabía nada de nada.
Sentimos con ella la opresión de los viejos abuelos judíos, ya encerrados en vida en su apartamento y a los que apenas visitan, acompañados por un periquito "al que tratan como una criatura". O lo mucho que pueden contar de la devastación unas berlinesas que saben a jabón, envueltas con cariño en una caja de detergente. Schrobsdorff es especialmente hábil al introducirnos, elegantemente, sin que nos demos cuenta, en la desolación de esa realidad que se desvanece; describiendo el ruido que deja lo bueno del mundo al consumirse.
A su familia, a sus abuelos y madre judíos, a su padre ario y a los niños mestizos llegaría, es obvio, el exilio en Bulgaria, el miedo constante, la miseria, la idiotez, la enfermedad, la muerte. No hay corazón que resista todo eso. Tampoco el de Else, que se culpaba a sí misma; tampoco el de Angelika, que se hundió en el resentimiento. Y, sin embargo, la vida es bella, concluye la madre de Angelika. La vida es bella, viene a decir su hija en este homenaje, no sólo a su peculiar madre sino, también, a todas las caricias.
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