Vigencia de los clásicos

Platón y Aristóteles, representados por Rafael en La escuela de Atenas.
Platón y Aristóteles, representados por Rafael en La escuela de Atenas.
Ignacio F. Garmendia

29 de agosto 2012 - 05:00

Diseñada por el estudio de Manuel Estrada, la nueva serie de ¡Clásicos! (los signos de admiración forman parte del nombre) de Alianza no puede decirse que sea nueva salvo en lo que se refiere a la atractiva presentación de los volúmenes, dado que recurre a las acreditadas traducciones del estupendo catálogo de la editorial que ya agrupó su fondo en la Biblioteca de Clásicos de Grecia y Roma. El nuevo diseño es en efecto elegante y rompedor, concebido a partir de composiciones tipográficas sobre cubiertas de colores planos que reproducen a grandes trazos, parcialmente visibles, los nombres de los autores en el lomo. El efecto es tanto más sugestivo si tomamos los ejemplares de uno en uno, porque apilados en un estante forman una secuencia demasiado estridente, pero se trata en todo caso de un buen trabajo al que se suman, para bien, el aumento del formato -que permite subir el cuerpo de letra en los interiores- y la mejora de la factura material, que no llega a la tapa dura pero gana en consistencia y durabilidad respecto de las ediciones en rústica.

En relación con los contenidos, la presentación de la editorial empieza de forma prometedora, citando a Italo Calvino y su conocido argumento sobre la permanente novedad de los clásicos, pero a continuación añade que estos últimos se han visto "tradicionalmente lastrados por una pesada carga de erudición filológica" que juega en contra de su atractivo para los lectores actuales, lo que no está tan claro. Hay desde luego filólogos oscuros o pretenciosos que no han ayudado a difundir el conocimiento de los autores grecolatinos entre los lectores no especializados, pero de muchos otros -bien representados en el catálogo de Alianza- puede afirmarse todo lo contrario, que gracias a ellos podemos acceder a obras cuyo contexto resulta en ocasiones -pero no siempre, o no hasta el punto de afectar a su comprensión y disfrute- demasiado ajeno. Para evitar ese presunto lastre, sin embargo, los editores han recurrido a "actores, escritores, pensadores, políticos, científicos..." que aportarán un "toque de frescura y perspectivas originales" a propósito de las obras -diez hasta ahora- que forman la colección, todas ellas parte ineludible del gran legado de la Antigüedad.

La idea podría valer y es por supuesto bienvenida, como todas las iniciativas encaminadas a insuflar nueva vida a los venerables maestros griegos y latinos, pero hay algo chocante en esa exclusión expresa de la filología. En principio, no hay nada que objetar si esos no filólogos -o que si lo fueron no han ejercido como tales, en el ¿mal? sentido del término- son Alberto Manguel (La República de Platón y una antología de Séneca), Fernando Savater (Ética a Nicómaco de Aristóteles) o Luis Antonio de Villena (Odas de Horacio), familiarizados desde antiguo con el pensamiento y la literatura de los autores clásicos. No puede afirmarse lo mismo de otros prologuistas -lo que no quiere decir, en absoluto, que sus presentaciones carezcan de valor- como Tariq Ali (Teogonía y Trabajos y días de Hesíodo), Francisco Mora (Sobre la vejez y Sobre la amistad de Cicerón), Miguel Ángel Aguilar (Anábasis de Jenofonte), Gustavo Martín Garzo (Metamorfosis de Ovidio) o Estrella de Diego (El banquete de Platón). La política, la neurociencia, el periodismo, la narrativa o la crítica de arte son sin duda oficios o disciplinas respetables, pero no menos que la filología o cualquier otro. Unos los ejercen con solvencia y criterio y otros se retratan como torturadores en potencia, pero ello no tiene que ver con la especialización sino con la capacidad para hilar un discurso sin incurrir en meandros ininteligibles. Leer e interpretar a los clásicos está al alcance de cualquier persona que ame la literatura -no otra cosa designa el nombre de la filología- y se proponga explicar sus valores con claridad, rigor y buen gusto, lo que hacen -insistimos- la gran mayoría de los prologuistas citados, pero la erudición en la materia nunca será ni podría ser un inconveniente.

Respecto de Lisístrata y Dinero de Aristófanes, por poner un ejemplo chusco, afirma Nancho Novo -actor o cantante o las dos cosas- que el comediógrafo griego es "puro Rockanroll" (sic) y duda uno de que tan sorprendente afirmación -un puro disparate, para filólogos y no filólogos- ayude a que los lectores, incluso los más desnortados, se acerquen a las maravillosas obras del ateniense. "Tienes un libro de teatro griego en las manos. ¡Aaaag! Espera, no te des tanta prisa en devolverlo al expositor donde los libros aguardan anhelantes un amo (!) que se los lleve y los cuide...". Puede que no sea este lenguaje -¿fresco?, ¿original?- el más apropiado para persuadir a los renuentes, entre otras cosas porque da por hecho que se trata de vender una mercancía sospechosa, o que no existen lectores capaces de disfrutar de la literatura antigua y del rock sin confundir los ámbitos respectivos. No deja de ser curioso, en fin, que la gente del teatro -precisamente ellos, que conocen el género mejor que nadie- piense tan a menudo que obras que se han leído o representado durante milenios necesitan en nuestro tiempo de una actualización que no es que desvirtúe el contexto original, sino que lo destruye completamente. Por fortuna, en la edición no hemos llegado a los extremos de la escena, donde hace tiempo que la mayoría de los directores -incluso en los festivales especializados- considera improcedente acogerse sin más a los textos clásicos, proponiendo en su lugar recreaciones innecesarias o abiertamente calamitosas.

La vigencia de los clásicos no necesita ser demostrada, pues si han llegado hasta aquí ya se entiende que ha sido por algo. Ese algo es lo que los comentaristas deben glosar, recordando si lo desean sus primeras lecturas -como hacen varios de los prologuistas de la colección- o recorriendo el rastro que han dejado en otros autores y literaturas o explicando por qué unas palabras que fueron escritas hace veinticinco siglos nos siguen hablando a los remotos descendientes de una civilización que aún perdura. Pero somos nosotros, los lectores actuales, quienes tenemos que acercarnos a aquel mundo a la vez lejano y próximo, no a la inversa. Por volver al ejemplo anterior y sin ánimo de hacer sangre, sostener públicamente que Aristófanes, paradigma del conservadurismo, era un revolucionario -"¡un rojo!"- equivale no ya a querer dar gato por liebre, sino a no haberse enterado de nada.

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