Tras los pasos de Homero
Schliemann, el descubridor de Troya, apreció la literatura como fuente fidedigna del pasado
Ítaca, el Penopoleso, Troya. Heinrich Schliemann. Trad. Hugo Francisco Bauzá. Akal. Madrid, 2012. 174 págs. 14 euros
Ésta es, quizá, una de las historias más asombrosas del siglo XIX. Y no sólo por el carácter de su protagonista, el arqueólogo Heinrich Schliemann, sino por la extraordinaria naturaleza de sus hallazgos. Schliemann fue, como es sabido, el descubridor de Troya. Sin embargo, dicho descubrimiento es sólo la fase ulterior de una insólita sucesión de hechos. El más singular quizá fuera la estricta fidelidad a los poemas homéricos, que sirvieron a Schliemann de inopinado mapa cartográfico; el más inverosímil, la tenacidad con que aquel niño alemán soñó a los héroes de la Ilíada, la Troya fortificada y deslumbrante, en su lejana aldea de Kalkhorst. Antes de llegar ahí, no obstante, Schliemann ha ejercido de mozo, dependiente, marinero y agente comercial, hasta convertirse en uno de los hombres más ricos de su siglo. Y es entonces, con cuarenta y seis años, cuando Heinrich Schliemann emprende la tarea de revelar al mundo el escenario donde se batieron Aquiles y Héctor.
Esto significa, en primer término, que Schliemann no era un arqueólogo de profesión, sino un hombre excepcional, cuyo deslumbramiento infantil dirigirá la totalidad de sus días. Aún hoy, resulta difícil imaginar el esfuerzo, la inteligencia, la obstinada sagacidad de Schliemann, que le permitieron, no sólo dominar con rapidez una muchedumbre de lenguas, tanto vivas como muertas; sino enriquecerse de manera tal, que pudiera dedicarse, holgadamente, a la investigación arqueológica. En segundo término, esto nos lleva a la originalidad de Schliemann y a la adopción de Homero como guía de sus pasos, en contra del criterio académico del XIX.
En efecto, la erudición de la época desdeñó los poemas homéricos como fuente rigurosa de información, al tratarse de un poema épico, y no del testimonio de algún historiador de la Antigüedad. Por qué ocurre esto en 1868, por qué se desprecia la literatura como fuente fidedigna del pasado, es algo que quizá cause perplejidad al lector moderno y que llevaría algo de tiempo explicar aquí. Sin embargo, la audacia de Schliemann consiste precisamente en eso: en tomar como ciertas las descripciones homéricas, sus continuas acotaciones geográficas, que conducirían a Schliemann, en una prospección inicial, a descartar la ubicación que la literatura arqueológica señalaba tradicionalmente para Troya, proponiendo el lugar de Hissarlik como emplazamiento de la antigua ciudad de Príamo. Allí descubrirá, en los años siguientes, pruebas irrefutables de que su razonamiento era correcto. También en su visita a la Ítaca de Ulises y a la Micenas de Agamenón, el poderoso rey que pondría sitio a Troya. Así pues, fue una minuciosa observación del terreno, contrastada con los testimonios de la Antigüedad, lo que dará como fruto uno de los descubrimientos más célebres del Ochocientos. Es ese trabajo preliminar, las fatigosas excursiones de Schliemann por Grecia y Turquía, junto con los precisos argumentos del arqueólogo, el que el lector encontrará en este Ítaca, el Peloponeso, Troya. No el memorando de sus hallazgos, sino ese momento inicial donde Schliemann, ante el paisaje largamente imaginado, arguye contra la erudición académica y revela un enigma trimilenario.
Es sabido que Adolf Schulten, ya a primeros del XX, trató de emular a Schliemann en España, buscando la ignorada ubicación de Tartessos. No fueron, sin embargo, los numerosos trabajos de Schulten, sino el descubrimiento fortuito de un lugareño, quienes dieron nombre al tesoro de El Carambolo. Schliemann, mucho más afortunado o más tenaz, hace posible otro prodigio en el siglo del Romanticismo y la gran urbe: la confusión de Historia y mito, el deslizamiento del poema -los héroes de la Ilíada, la mirada ciega de Homero- entre la dura corpulencia de lo vivo.
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