Salir al cine
Manhattan desde el Queensboro
Para su nueva novela, Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976) se ha inspirado en la soledad casi fantasmagórica de una piscina en la que sólo se sienten unas sombras como compañía, en el regreso de ese baño en la quietud de un atardecer de julio, con la ciudad desierta. El autor retuvo esas imágenes para trazar la que hasta ahora es su ficción más madura, Los nadadores (Anagrama), la historia de Jonás, un fotógrafo que descubre tras la desaparición de su madre que varias personas de su entorno también andan en paradero desconocido, una intriga con la que el cordobés reflexiona sobre el aislamiento y la falta de vínculos afectivos del hombre contemporáneo.
Atrás quedan las reinterpretaciones de los universos de Scott Fitzgerald o Hemingway, presentes en las páginas de América, El gran Felton y La suite de Manolete. En su cuarta novela, Pérez Azaústre da un giro hacia una narrativa de mayor hondura y se aleja de sus referencias literarias para sumergirse con valentía en las incertidumbres de la existencia. "Necesitaba contar una historia que tuviese que ver con mi propio mundo", explica el columnista del Grupo Joly, que presentó ayer su libro en la Fnac, acompañado por Fernando Iwasaki. "Después de escribir novelas que proponían una revisión de algunos mitos culturales, me di cuenta de que mi cuerpo y mi cabeza necesitaban adentrarse en un territorio narrativo distinto". Cuatro años después de La suite de Manolete -no fue un paréntesis sin frutos: entremedias editó Las Ollerías, el poemario con el que ganó el Premio Loewe-, el autor habla de "un compromiso distinto" con la escritura. "Creo que un novelista ha de estar muy atento al latido del mundo en el que vive", expresa. No se refiere, matiza, a "hacer literatura social, que en todo caso es un género válido"; defiende que "lo que uno escriba sea partícipe, permeable, a lo que sucede".
Las desapariciones que se producen en el argumento acentúan el tono existencialista del relato y dan otra dimensión al absurdo que impregna las vidas de los personajes. Todos, advierte Pérez Azaústre, vienen de un "fracaso emocional", no importa la edad que tengan. "El otro día, una lectora muy inteligente me dijo en Cádiz que veía una cosa ni siquiera generacional, sino intergeneracional en cuanto a las relaciones desestructuradas. Ahora hay un nuevo tipo de soledad, esa soledad de las grandes ciudades, de la gente que vive en ámbitos donde no tiene conocidos, no tiene amigos", apunta el narrador antes de detenerse en los protagonistas de Los nadadores. "Todos los personajes que rodean a Jonás están solos, porque los han abandonado o han dejado a alguien atrás. Los padres de Jonás están divorciados, él está separado de la novia que tuvo, y además se dedica a una profesión solitaria como es ser fotógrafo y su afición es nadar, que es el hobby más solitario que existe. Hay una especie de soledad ambiental en toda la novela que se va matizando con las desapariciones".
En esa incomunicación la piscina a la que acude Jonás se revela como "una alegoría de toda la ciudad: como se nada en la piscina es como se vive en la ciudad. Cada nadador va por su carril, sin que nadie se toque, sin conocer nada de la vida del otro, todo lo que hace uno es ponerle un apodo al de la calle de al lado, el contacto emocional es cero. Eso sucede dentro del agua y fuera del agua. Es un tipo de vida muy inquietante, y aunque alguien ha hablado de un posible punto de ciencia-ficción yo lo veo como algo que se puede ver en la ciudad", opina el cordobés, que refleja una sociedad "más bien inhóspita" a través de escenas sutiles e incómodas, en las que el autor ha volcado "una especie de violencia estática, una violencia que no se materializa a través de ninguna agresión".
Porque quien espere de Los nadadores una intriga convencional en la que se resuelve todo al desenlace quedará decepcionado: la mirada de Pérez Azaústre pretende ir más allá, a esas zonas de sombra del alma humana donde siempre quedan rincones de imprecisión. Por esa complejidad, el escritor abordó el material "con la intención de que hubiera un margen amplio de interpretación entre el texto y el lector. No quiero explicar por qué suceden estas desapariciones, quiero que el lector viva esta zozobra. Me interesaba crear cierta distancia para que cada uno pudiera sacar sus conclusiones", confiesa. Y se ha encontrado en el público interpretaciones que le entusiasman. "Una lectura que me ha interesado mucho era de orden sociopolítico, se refería a la crisis que estamos viviendo ahora: cómo en las grandes ciudades hay cada vez más gente viviendo en la calle que es invisible a nuestros ojos. Alguien me decía que eso era otra manera de desaparecer. Esa lectura me gustó, realmente en la novela los personajes desaparecen sin que haya signos de violencia y todo transcurre con la misma normalidad. Nos encontramos a una señora tirada en la calle y seguimos tan tranquilos con nuestra vida. Ésa es otra forma de desaparecer".
La denuncia del sinsentido de la existencia que hace Los nadadores ha motivado que el libro se asocie a Kafka, Beckett o Brecht. "Agradezco muchísimo esas referencias porque son estupendas, pero ninguna de ellas la he dicho yo. Me da pudor que alguien lo piense", se disculpa. La conversación acaba en Cheever y en El nadador. "Lo único en común con ese relato es la figura del nadador y todo lo metafórico que se pueda sacar de ahí". Hay algo más, en realidad: una imagen de la adaptación cinematográfica de aquel cuento que protagonizó Burt Lancaster ilustra la portada de Los nadadores. "Adoro a Burt Lancaster, es uno de los actores con los que creces. De pequeño ves sus películas de aventuras y de mayor otras que hizo, como El gatopardo. Y estoy contentísimo con esa fotografía: me encanta cómo expresan sus manos apoyadas en el bordillo, hay una especie de angustia por salir del agua, se ve que viene de nadar. Cuando vi la foto, pensé que había tenido la suerte de encontrar una imagen que nombraba la novela".
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