Pero, ¿quién diantres es Tintín?
A punto de desembarcar la adaptación al cine de Spielberg, es el momento de responder cuestiones sobre este famoso personaje del tebeo.
Ante todo, Tintín es un clásico; o sea, un personaje conocido incluso por quienes no han abierto en su vida uno cualquiera de los veinticuatro álbumes que Hergé realizó entre 1930 y 1976. Ahora bien, hay clásicos y clásicos. Según cumplen años, ciertos clásicos van como agigantándose y aquilatándose pues cada nueva exégesis se suma a la anterior engrosando el espectro de significados; otros, en cambio, pierden quilos y quilates a medida que la uña escarba para ver qué oculta el barniz de la celebridad. De vernos en la tesitura de meter a Tintín en un saco, no tendría el menor titubeo. Iría al segundo, de cabeza. Tintín es un clásico discutible y discutido. Quizás sea exagerado el proceso abierto en 2007 contra el álbum Tintín en el Congo por su apología del colonialismo y la representación reduccionista de los congoleños, pero no lo son las acusaciones. Tintín ha sido siempre un sostenedor del orden; un embajador y paladín de la sociedad biempensante y conservadora, chauvinista y campanuda. Y es que, antes que un clásico, Tintín es hijo de determinados factores sociales, políticos e históricos.
El jovencito del tupé imposible nació en el seno del diario católico belga Le Vingtième Siecle. Resulta que en 1928, el director de dicha publicación, el abate Norbert Wallez, dio luz verde a un suplemento semanal destinado al público infantil y juvenil y puso al timón del mismo a Georges Remi, que ya entonces firmaba como Hergé. Después de la tibia acogida de unas primeras historietas hoy olvidadas, el artista propuso un folletín aventurero protagonizado por un reportero de edad incierta -podría tener quince, veinte e incluso veintitantos años-, inspirado vagamente en un personaje suyo anterior: Totor, el jefe de la patrulla de los abejorros. El abate Wallez dio sus bendiciones a la criatura cuando supo el destino (la Unión Soviética) y la misión de su primera aventura (la denuncia de los males del comunismo). Las primeras planchas de Tintín en el país de los soviets aparecieron el 10 de enero de 1929 y se mantuvieron, con éxito creciente, hasta mayo de 1930. El éxito dio carta blanca a Hergé y, tras combatir al demonio en su propia casa, se llevó a Tintín al Congo para defender las bondades del dominio belga. En las sucesivas reediciones de estas historietas, el artista intentó pulir los aspectos más reaccionarios del relato, sin éxito.
Tintín fue a mejor con los años, no cabe duda, aunque acogiéndose a la antiquísima consigna de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. El racismo que Hergé ignoró en el Congo, ¡ay!, lo condenó en Estados Unidos; en Tintín en América (1931-1932), Tintín y su fiel fox terrier Milú se embarcan hacia Norteamérica para enfrentarse a la banda de Al Capone y tras una serie de peripecias acaba en territorio indio, en donde levantará acta de las pésimas condiciones de vida del pueblo piel roja. Las acciones que Hergé aplaudía en el Congo, ¡ay!, fueron motivo de escándalo en el Lejano Oriente; en El Loto Azul (1932-1934) Tintín denuncia las pretensiones imperialistas de Japón sobre China. En el octavo álbum de la serie, El cetro de Ottokar (1938), Hergé dio un paso en la dirección justa: la historia reprende los afanes expansionistas de una ficticia dictadura en la que reconocemos la Alemania del Tercer Reich; en el nombre del dictador, Musstler, se amalgaman los apellidos de Mussolini y Hitler. Pero esta actitud, ¡ay, ay!, no se mantuvo durante la ocupación alemana de Bélgica. Hergé siguió dibujando para publicaciones controladas por la élite nazi y en La estrella misteriosa (1942), en concreto, introdujo elementos antisemitas, expurgados de la historieta al acabar la contienda. El candor de Las aventuras de Tintín, ya ven, es más presunto que real.
El diseño del personaje, en apariencia caricaturesco, tampoco debiera confundirnos. A pesar de su cara de huevo y ese flequillo tan poco favorecedor, Tintín es un héroe con los papeles en regla: tiene valor y valores, además de sobrados recursos (en este sentido se parece a Asterix, otro superhéroe oculto bajo el trazo del monigote). Este ardid permite acercar el personaje a sus lectores naturales para, a través de la trampa de la identificación, inculcarles los principios del dogma; entre los cometidos del héroe, además de arrancar las hierbas del Mal, se halla el de esparcir la semilla del Bien por esos campos dejados de la mano de Dios. En consonancia con esta empresa prístina, Hergé recurrió a lo que se conoce como "Línea clara", en la que se reveló un consumado maestro. La línea clara reduce los juegos de luces a su mínima expresión, así como sus efectos inmediatos: la aparición de sombras. ¿No se han dado cuenta? Las páginas de Hergé son luminosas pero, ¡ay, ay!, carecen de contrastes.
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