Desolada pureza

'La vida nos conoce'. Javier Salvago. Prólogo y selección de Juan Bonilla. Renacimiento. Sevilla, 2011. 240 páginas. 12 euros.

Manuel Gregorio González

14 de septiembre 2011 - 05:00

En las páginas que abren que esta antología, que incluye el poemario inédito Nada importa nada, Juan Bonilla precisa el linaje poético de Javier Salvago: Bécquer y Manuel Machado. A esta nómina quizá cabría añadir el vago magisterio de Jaime Gil de Biedma y un cierto Luis Cernuda. No obstante, lo subrayado en el prólogo, más que el número de los precedentes, es la ausencia de retórica, la sencilla amargura con que ambos poetas, y Salvago con ellos, han resumido el mundo. Aun así, en Salvago hallamos una categoría infrecuente en sus maestros: si Bécquer fue solemne, si Machado se arropó con una elegante desgana, en Salvago es el humor aquello que concita, que anuda el hato frágil, engañoso, disperso de sus recuerdos.

No es fácil explicar esta presencia del humor en la poesía de Salvago. Quienes hayan leído sus Variaciones y reincidencias conocerán el franco escepticismo, la severa derrota (del hombre, del amor, de los remotos sueños) que allí medra. Quiere esto decir que la obra de Salvago, al contrario que en Bécquer, no desplaza la salvación a otra esfera del cosmos. Cuanto vemos, cuanto hay, es cuanto existe. Sin embargo, esta certeza última, tan presente en su obra, es la que permite, al cabo, el gozo modesto, fútil, quizá exiguo, de la propia existencia. El hombre, así, para Salvago, se aparece como la suma de dos términos opuestos: lo que la vida prometió y lo que la vida otorga. Sobre esta falla, de amplitud creciente, se abre su humorismo; sobre esa predecible injuria se sustenta un concepto compasivo de lo humano. Una compasión, en cualquier caso, que no nace del infortunio concreto, del dolor excepcional o la injusticia notoria. La compasión, la ternura, la pudorosa aflicción que destilan estas páginas, surge del repetido equívoco con que el hombre ha querido definir, no la realidad, sino el predecible número de sus sueños: el Amor, la Justicia, la Felicidad y todo aquello que promete la palabra Siempre.

En otra ocasión he dicho que Javier Salvago representaba, en cierto modo, la figura del Ángel Caído. Y ello no por la lectura religiosa o el sesgo metafísico, ausentes por completo de su obra. Si la poesía de Salvago se aproxima al viejo mito luciferino es por la expresa narración de esta Caída. Para aquél que ambicionó la totalidad del orbe, no basta el patrimonio de unas pálidas ruinas. Para quien intuyó, iniciada la infancia, el misterio y la umbría del Paraíso, no será suficiente la perenne fatiga de ser hombre. Ser hombre, al cabo, es allegarse a la pureza: una pureza despojada de sueños, y unos sueños en los que la infancia brilla, acaso, como una estrella extinta.

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