Aquellos doce nazarenos
Mis personajes
Manuel Román Silva, farmacéutico. Ex presidente del Consejo y ex hermano mayor de San Esteban.
LA infancia es una casa desde la que se ve una ojiva, un cortejo de doce nazarenos en algarabía, unos abuelos, una familia, un padre de la Buena Muerte. Ha sido el presidente del Consejo menos capillita de todos los presidentes. Probablemente ahí radique su valor añadido como tal. Es un hombre de hoy que tuvo una infancia de vivencias estrechamente ligadas a la casa de su abuelo, José Silva Ortiz, que regentaba la droguería de la Alfalfa y que vivía en la casa ubicada justo enfrente del templo de San Esteban. En aquella casa se localizan los mejores recuerdos de aquellos primeros y maravillosos años. "Allí nací yo y allí me vestía de nazareno junto a mis primos y tíos". Manuel Román Silva (Sevilla, 1951) era el único hijo varón y tenía tres hermanas. "Mi padre era el boticaro de Umbrete, un pueblo donde vivimos varios años. Aquello fue una escuela de convivencia para mí, porque aprendí a tratar con la gente, a disfrutar con esa cercanía en la que todos nos conocíamos. Los Martes Santos por la mañana veníamos a Sevilla, a vestirnos en caso de mis abuelos. Aquello era un jaleo tremendo, una casa en verdadera ebullición, el día más importante de la familia de todo el año con mucha diferencia. Siempre he defendido que la hermandad puede vertebrar a la perfección a una familia. Y aquello era un ejemplo. Nos vestíamos doce nazarenos en total. Salíamos y entrábamos de la casa para enfado de la gente que estaba en la puerta esperando la salida de la cofradía desde horas antes. Era una experiencia preciosa, inolvidable y que me ha marcado. Cuando la cofradía entraba seguía la reunión familiar hasta que pasaba San Benito y cenábamos un pescaíto frito".
Las tardes de los restantes días de esas Semanas Santas en sepia tenían lugar en los palcos: "Entonces los niños entrábamos en el Ayuntamiento sin ningún problema a hacer nuestras correrías. Recuerdo que uno de los niños con los que jugaba era Javier Criado. Merendábamos en los palcos, mis hermanas y yo estábamos siempre con nuestros padres, aunque a otros niños los dejaban allí con las tatas. El ambiente era muy familiar. Toda la Semana Santa, en general, era bastante más familiar, más reducida, las cofradías pasaban más rápido no porque fueran veloces, sino porque eran más cortas. Paseabas por la calle y te encontrabas las cofradías, no había que buscarlas". Y una curiosidad: "No tengo ningún recuerdo de la Campana. Nunca debieron llevarme".
Recuerda con precisión haber salido de niño en el primer tramo de San Esteban: "Y veía la cofradía completa estirada por la calle Águilas ¡Madre mía! Año a año reconocía a las mismas personas, a las mismas familias esperando a la cofradía en los mismos sitios. Con el paso del tiempo, una persona que comencé a reconocer en el mismo lugar de Águilas fue a Pepote Rodríguez de la Borbolla. Un día le pregunté y me dio una explicación preciosa: su padre le había enseñado a querer al Señor de la Salud y Buen Viaje. Por eso acudía siempre a verlo".
El vínculo con la vida cotidiana de la hermandad no llegaría hasta terminar los estudios universitarios de Farmacia en Granada y de la mano de Manuel Navarro Palacios, al que admira profundamente: "Me metió en su junta de gobierno de fiscal. Yo le pregunté qué hacía un fiscal. Me dijo que lo primero era conocer las reglas, así que pedí un ejemplar para estudiármelas como el guiri se estudia el plano de la ciudad". Aquel aprendiz de fiscal fue hermano mayor entre 1984 y 1988 y después diputado de acción social de San Esteban.
Los Martes Santos siguen siendo familiares. A partir de 1989, año en que falleció su padre, añadió a esta jornada un rito fijo: una breve visita a final de la mañana al Rectorado de la Universidad para rezar ante el Cristo de la Buena Muerte: "Mi padre era hermano. Al morir me hice de Los Estudiantes. Creo que es una forma de honrar su memoria".
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