Lo que nos faltaba, una segunda edad de oro del ladrillo
soltando grillos
En Andalucía, donde tenemos leyes urbanísticas para parar un tren pero no para impedir que se hagan mamotretos como el edificio del Algarrobico, somos líderes en ocupación del litoral
Las Matemáticas y la Lengua son al informe PISA sobre la educación lo que los turistas y las viviendas visadas al despegue de la crisis en Andalucía. En esta tierra, ante la falta de industria, la bonanza económica se mide por el número de personas que vienen a visitarnos y por la cantidad de viviendas que se venden cada año. Y en eso hay casi unanimidad: cuanto más de ambas cosas, mejor. Sobre la necesidad de que nos visiten cada año más turistas apenas existen voces en contra -todo llegará, es cuestión de tiempo-, pero sobre el crecimiento inmobiliario pareció que nos habíamos curado con el estallido de la burbuja del ladrillo, después de que las ciudades quedaran inundadas de edificios sin terminar en las laderas de un monte, en una zona verde o en un espacio público donde estaba previsto que se levantara un colegio, que hasta ahí llegó la rapiña del ladrillo.
Miles de viviendas sin vender a lo ancho y largo de la geografía española parecía una señal inequívoca de que se nos había ido la mano con el cemento. Y cientos de investigaciones y procesos judiciales contra responsables públicos por delitos contra la ordenación del territorio fue también otra señal inequívoca, exactamente una señal de que la otra mano que les quedaba la habían metido muchos en las arcas públicas. Pero hete aquí que, con los primeros síntomas de la recuperación, la cabra vuelve a tirar al monte, el constructor a la primera línea de playa y los ayuntamientos a las plusvalías.
Cuando hace unos años el mundo que conocíamos se nos cayó encima y las inmobiliarias y los bancos se tuvieron que comer sus viviendas con patatas, hubo unanimidad en considerar que el urbanismo desaforado había sido uno de los principales causantes de la crisis. Se alicató la primera línea de costa en España, a un ritmo de pérdida de superficie equivalente a ocho campos de fútbol al día. Y en apenas 25 años, entre 1987 y 2011, se levantaron el 47% de todas las construcciones situadas en los dos primeros kilómetros del litoral español. Eran los tiempos en que este país se felicitaba por construir cada año más viviendas que Alemania, Francia e Inglaterra juntas. Un triste récord que aún estamos penando.
Hace unos días en Málaga, Greenpeace advirtió sobre la posibilidad de que vayamos de cabeza encaminados a una "segunda edad de oro del ladrillo". Lo hizo en la presentación de su nueva campaña Protección a toda costa y en ella alertó de 53 puntos de la costa española que están en el oscuro objeto de deseo de la especulación. Ni que decir tiene que entre las zonas más apetecibles para alicatarlas están los escasos tramos vírgenes que quedan en el litoral andaluz, que ahora cumplen un patrón generalizado. Son franjas de litoral que limitan con espacios protegidos, tienen buenas comunicaciones y fácil acceso. El urbanismo desaforado siempre ha tenido especial predilección por los paisajes naturales.
En Andalucía, donde tenemos leyes urbanísticas para parar un tren pero no para parar mamotretos como el edificio del Algarrobico, somos líderes en ocupación del litoral. Málaga y Cádiz son las provincias con mayor ocupación de su dominio público marítimo terrestre, con un 74,9% y un 69,1%, respectivamente. Y a pesar de ello, siguen siendo las más codiciadas para el cemento.
En el caso de Málaga, la construcción en los diez kilómetros más inmediatos al mar invade ya el 20% de la superficie total, después de tragarse la primera, la segunda línea de costa y llegar a los montes. No hay más que darse un paseo en coche por la autovía de la Costa del Sol desde Málaga a Marbella para descubrir hasta donde llega la capacidad del ser humano para levantar urbanizaciones en vertical en las laderas de los montes.
La alerta de Greenpeace ha coincidido en el tiempo con una respuesta del Gobierno sobre el dinero que destinó el año pasado el Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente, a echar arena en las playas españolas. En total 10 millones de euros. Buena parte de esa arena volvió a desaparecer este año, arrastrada por los temporales y alimentando un ciclo ruinoso: se repone, la arrastra el temporal, se vuelve a reponer y vuelve a desaparecer.
En este 2017 se anunciaron otros 16 millones para aportaciones de arena, reconstrucción de escolleras, reparaciones de paseos marítimos o limpieza. A 21,5 millones ascendió el Plan de Mejora del litoral en 2015 y a 43,6 millones en 2014. O lo que es lo mismo, cerca de 100 millones tirados al mar. Hay muchas razones que provocan este problema cada año. Especialmente el cambio climático. También la ocupación de los cauces de los ríos, que impide la llega de sedimentos al mar, pero uno actúa sobremanera: la urbanización de la costa.
Es difícil creer que, después de lo sufrido, haya que alertar de una segunda edad de oro del ladrillo. Y bueno es acordarse de cosas que se festejaron en su día: el suelo se revalorizó en España un 500% entre 1997 y 2007; en 2006 se inició la construcción de 798.700 viviendas; ese mismo año nuestro país acaparó el 26% de los billetes de 500 euros en circulación en Europa y teníamos 97 oficinas bancarias por cada 100.000 habitantes, la proporción más alta del mundo. Aquello no fue una edad de oro, fue un espejismo del que nos caímos con todo el equipo. ¿Vamos a repetirlo?
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